Lo malo de esta maldita página es que tienes que escribirla un par de semanas antes de que se publique, y te expones a que mientras tanto ocurra algo que te deje con el culo al aire. Te ocupas, es un suponer, de un político o de un financiero que a tu juicio es hombre probo y cabal, y para cuando sale el asunto va y resulta que ese fulano se ha largado a las islas Caimán con toda la pasta, las cintas del Cesid y una secretaria que se parece a Marta Sánchez, o igual es la propia Marta Sánchez. Y el arriba firmante queda como un perfecto gilipollas. Así que no sé qué diablos habrá pasado con las farmacias gallegas. A la hora de teclear, hace un par de domingos, estaban los farmacéuticos que se subían por las paredes con eso de que la Junta de Galicia (ahórrense las cartas: cuando redacto en gallego escribo Xunta, cuando redacto en catalán escribo Generalitat, y cuando redacto en francés escribo Gouvernement) los obligara a abrir los sábados. Y, bueno. No soy un experto en problemas de gestión farmacéutico-empresarial; pero soy adicto a las aspirinas y sin ellas la vida me parece una mierda. Así que eso de las farmacias abriendo los sábados, se me antojó de perlas. Y si abren los domingos, pues también. Y no sólo las farmacias. Incluyo bancos, oficinas de ayuntamientos, ministerios, comercios y empresas de utilidad pública. Porque a este país desolado, cerrado a cal y canto al menor pretexto, paralizado durante fines de semana, puentes kilométricos y vacaciones interminables, ya no hay cristo que lo aguante.
Hace unos días llegó otra vez el momento terrible de acomodar espacio para los libros, que se me amontonan hasta en la caseta del perro. Recurrí de nuevo a los amigos —Pepe el carpintero, Juan Antonio el albañil, Antonio el pintor— y aterrizaron con sus ayudantes en mi retaguardia, llenándolo todo de virutas, ladrillos, tablones y cubos de pintura; y además —son amigos, no primos— cobrándome una pasta. Trabajaron de sol a sol, ganándose a pulso el jornal. Y al irse días después rumbo a otros tajos. Aparte de más espacio para estibar libros, me dejaron en la casa ese olor a sudor de currante, masculino y honrado, que deja tras de sí el que mueve de verdad el espinazo para ganarse la vida. No como los que vivimos del cuento, o por la cara. Que entre unos y otros somos más de media España.
Aquí —basta echarle un vistazo al siglo XVII— no se ha trabajado nunca: pero lo cierto es que ahora se trabaja menos todavía. No hay banco ni oficina que abran por la tarde. Ni tampoco un sábado ni, por supuesto, un domingo o un festivo. Y como ni por las tardes. Ni los sábados, ni los festivos ni los domingos abre nadie. La gente que trabaja de verdad tiene que abandonar su trabajo para acudir al banco, al médico, a la oficina de impuestos municipales, a la declaración de la renta o a lo que sea. Incluso a la farmacia. Cualquier ciudad española a las once o a las doce de la mañana, horas laborables por excelencia, es un atasco de gente —todos en coche, que esa es otra— faltando al trabajo, haciendo gestiones imposibles de hacer fuera de sus horas de trabajo. Eso cuando no están tomándose un bocadillo. O un café: que no son casuales, sino que son, faltaría más, el bocadillo y el café. Y cuando los guiris se asoman aquí e intentas explicárselo, alucinan.
En fin. Resulta lógico que todos queramos vivir mejor, tener más tiempo libre. Trabajar menos. Eso, supongo, es legítimo y razonable. Hasta simpático. Pero media un abismo de ahí a creerse con derecho al ocio por las buenas, a cobrar un sueldo por el morro. A incumplir descaradamente la prestación de servicios a la comunidad. El tiempo libre y los asuntos propios no son derechos previos sino posteriores al trabajo bien hecho; y es necesario ganarlos mediante un esfuerzo laboral. Un esfuerzo que los españoles nos creemos autorizados, por don divino, a reducir al mínimo. Éste es el país del no intentes encontrar a nadie en su puesto de trabajo antes de las diez, ni por la tarde. Ni a media mañana. Del no enfermes en Semana Santa ni te mueras en Navidad, ni se te ocurra -por Dios- parir en agosto. Un patio de monipodio lleno de mangantes, escaqueados y sinvergüenzas, que además nos creemos con todo el derecho del mundo a serlo. Y así no es que lleguemos a Maastrich. Así no llegamos ni a la esquina. (Aunque, si son las once de la mañana y en la esquina hay un bar, igual a la esquina sí que llegamos).
25 de agosto de 1996
Hace unos días llegó otra vez el momento terrible de acomodar espacio para los libros, que se me amontonan hasta en la caseta del perro. Recurrí de nuevo a los amigos —Pepe el carpintero, Juan Antonio el albañil, Antonio el pintor— y aterrizaron con sus ayudantes en mi retaguardia, llenándolo todo de virutas, ladrillos, tablones y cubos de pintura; y además —son amigos, no primos— cobrándome una pasta. Trabajaron de sol a sol, ganándose a pulso el jornal. Y al irse días después rumbo a otros tajos. Aparte de más espacio para estibar libros, me dejaron en la casa ese olor a sudor de currante, masculino y honrado, que deja tras de sí el que mueve de verdad el espinazo para ganarse la vida. No como los que vivimos del cuento, o por la cara. Que entre unos y otros somos más de media España.
Aquí —basta echarle un vistazo al siglo XVII— no se ha trabajado nunca: pero lo cierto es que ahora se trabaja menos todavía. No hay banco ni oficina que abran por la tarde. Ni tampoco un sábado ni, por supuesto, un domingo o un festivo. Y como ni por las tardes. Ni los sábados, ni los festivos ni los domingos abre nadie. La gente que trabaja de verdad tiene que abandonar su trabajo para acudir al banco, al médico, a la oficina de impuestos municipales, a la declaración de la renta o a lo que sea. Incluso a la farmacia. Cualquier ciudad española a las once o a las doce de la mañana, horas laborables por excelencia, es un atasco de gente —todos en coche, que esa es otra— faltando al trabajo, haciendo gestiones imposibles de hacer fuera de sus horas de trabajo. Eso cuando no están tomándose un bocadillo. O un café: que no son casuales, sino que son, faltaría más, el bocadillo y el café. Y cuando los guiris se asoman aquí e intentas explicárselo, alucinan.
En fin. Resulta lógico que todos queramos vivir mejor, tener más tiempo libre. Trabajar menos. Eso, supongo, es legítimo y razonable. Hasta simpático. Pero media un abismo de ahí a creerse con derecho al ocio por las buenas, a cobrar un sueldo por el morro. A incumplir descaradamente la prestación de servicios a la comunidad. El tiempo libre y los asuntos propios no son derechos previos sino posteriores al trabajo bien hecho; y es necesario ganarlos mediante un esfuerzo laboral. Un esfuerzo que los españoles nos creemos autorizados, por don divino, a reducir al mínimo. Éste es el país del no intentes encontrar a nadie en su puesto de trabajo antes de las diez, ni por la tarde. Ni a media mañana. Del no enfermes en Semana Santa ni te mueras en Navidad, ni se te ocurra -por Dios- parir en agosto. Un patio de monipodio lleno de mangantes, escaqueados y sinvergüenzas, que además nos creemos con todo el derecho del mundo a serlo. Y así no es que lleguemos a Maastrich. Así no llegamos ni a la esquina. (Aunque, si son las once de la mañana y en la esquina hay un bar, igual a la esquina sí que llegamos).
25 de agosto de 1996
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