Éramos pocos y parió la abuela. Hete aquí que la destrucción de cuatro mil embriones congelados durante tratamientos de fecundación artificial en el Reino Unido ha puesto en pie de guerra a los grupos pro vida ingleses. Porque resulta que buena parte de los padres genéticos pierden el contacto con los médicos, no disponen de dinero para nuevos tratamientos, se divorcian o se olvidan del asunto, y las clínicas, que no pueden disponer del material sin consentimiento paterno, se encuentran con el congelador lleno hasta la bandera. Pero los grupos integristas católicos dicen que verdes las quieren segar; que los embriones, aunque más congelados que una caja de gambas, tienen vida propia, y que lo que debe hacerse es buscarles padres adoptivos que los descongelen mediante el calor de un hogar como Dios manda y los conviertan en embriones de provecho.
Me consuela, lo confieso, comprobar que no todos los cantamañanas están aquí, en España, y que además de las vacas locas, Lagrimitas Flor de Té y el Orejas, también la Pérfida Albión cuenta con su censo de meapilas correspondiente. Porque no se trata ya de niños recién nacidos, ni sietemesinos, ni fetos de tres meses y medio, no. Se trata de embriones, no sé si me explico. No es que no se pueda decir que también tienen su corazoncito; es que literalmente no tienen nada de nada, salvo herencia genética e inicio de vida en su sentido más primitivo, por mucha barrila que den sus abnegados Ivanhoes. En fin. Como también en España cuecen habas, supongo que se dará el mismo problema de padres que se congelan la cosa y luego si te he visto no me acuerdo. Así que imagino, conociendo el percal, lo que van a tardar algunos en apuntarse a la campaña pro embriones abandonados, ya saben, comunicados de prensa y movilizaciones, con las autoridades eclesiásticas -que suelen ser más sabias y prudentes que muchos de sus más enardecidos paladines seglares-, arrastradas hasta tomar posición oficial en la materia embrionaria. Me estoy viendo venir a mis amigas Catalinas que viven en las montañas con sus guitarras y su alegría, cantándole a la vida, totus-dú-duá, en la puerta de las clínicas, diciendo que vida no hay más que una y a tí te encontré en la calle.
Es que lo estoy viendo venir. Hasta sacarán otra cancioncita como aquella de hace un par de años, mamá, mamá, yo te quería, soñaba con estar en tus brazos y un día, zaca, sentí un pinchazo y me expulsaste de tí. Tiernos razonamientos que serían conmovedores de no atribuírselas gratuitamente, por la cara, a algo que hasta las doce semanas es biológicamente un simple coagulillo insensible, una vida en estado de formación muy elemental, con menos sensibilidad física que una almeja, e incapaz por tanto de razonamiento intelectual alguno. Así que, en lo que a la opinión del arriba firmante se refiere -opinión que es mía y que además comparto conmigo mismo-, unos y otros pueden meterse donde les quepa esa historia del trauma de los pobres embriones metidos en la nevera como Rodolfos Langostinos, entre la soledad ártica de los cubitos de hielo, preguntándose sobre su incierto destino. O sea. Como decían en el Séptimo de caballería, tóqueme la flor, corneta. Y es que hay que fastidiarse. Cierto tipo de gente, oportunistas, demagogos, bobos con buena voluntad, manipuladores sin escrúpulos o simples idiotas, han llegado a tal grado de exageración, de retorcer y forzar las situaciones y las cosas con tal de afirmar una opinión, un interés, una mera presencia, un titular, una foto o treinta segundos de telediario, que están consiguiendo que las cosas realmente importantes, aquellas claves que de verdad son básicas para la vida y la sociedad, se, pierdan en un mar de superficialidad, de culto a lo secundario y accesorio, retórica, demagogia y gilipollez galopante. Nunca ha habido en la historia de la Humanidad tanta información, tanta opinión circulando libremente por todas partes, y sin embargo se da la paradoja terrible de que nunca el ciudadano de a pie se ha visto tan indefenso, tan expuesto, tan manipulado por la influencia de apóstoles, profetas, salvavidas y salvapatrias.
Sólo hay una vacuna eficaz frente a eso, y se resume en una palabra: cultura. Inyectársela no es tan costoso ni difícil como parece. Basta, por ejemplo, con ir hasta el diccionario de la Real Academia y buscar en él la palabra embrión.
18 de agosto de 1996
Me consuela, lo confieso, comprobar que no todos los cantamañanas están aquí, en España, y que además de las vacas locas, Lagrimitas Flor de Té y el Orejas, también la Pérfida Albión cuenta con su censo de meapilas correspondiente. Porque no se trata ya de niños recién nacidos, ni sietemesinos, ni fetos de tres meses y medio, no. Se trata de embriones, no sé si me explico. No es que no se pueda decir que también tienen su corazoncito; es que literalmente no tienen nada de nada, salvo herencia genética e inicio de vida en su sentido más primitivo, por mucha barrila que den sus abnegados Ivanhoes. En fin. Como también en España cuecen habas, supongo que se dará el mismo problema de padres que se congelan la cosa y luego si te he visto no me acuerdo. Así que imagino, conociendo el percal, lo que van a tardar algunos en apuntarse a la campaña pro embriones abandonados, ya saben, comunicados de prensa y movilizaciones, con las autoridades eclesiásticas -que suelen ser más sabias y prudentes que muchos de sus más enardecidos paladines seglares-, arrastradas hasta tomar posición oficial en la materia embrionaria. Me estoy viendo venir a mis amigas Catalinas que viven en las montañas con sus guitarras y su alegría, cantándole a la vida, totus-dú-duá, en la puerta de las clínicas, diciendo que vida no hay más que una y a tí te encontré en la calle.
Es que lo estoy viendo venir. Hasta sacarán otra cancioncita como aquella de hace un par de años, mamá, mamá, yo te quería, soñaba con estar en tus brazos y un día, zaca, sentí un pinchazo y me expulsaste de tí. Tiernos razonamientos que serían conmovedores de no atribuírselas gratuitamente, por la cara, a algo que hasta las doce semanas es biológicamente un simple coagulillo insensible, una vida en estado de formación muy elemental, con menos sensibilidad física que una almeja, e incapaz por tanto de razonamiento intelectual alguno. Así que, en lo que a la opinión del arriba firmante se refiere -opinión que es mía y que además comparto conmigo mismo-, unos y otros pueden meterse donde les quepa esa historia del trauma de los pobres embriones metidos en la nevera como Rodolfos Langostinos, entre la soledad ártica de los cubitos de hielo, preguntándose sobre su incierto destino. O sea. Como decían en el Séptimo de caballería, tóqueme la flor, corneta. Y es que hay que fastidiarse. Cierto tipo de gente, oportunistas, demagogos, bobos con buena voluntad, manipuladores sin escrúpulos o simples idiotas, han llegado a tal grado de exageración, de retorcer y forzar las situaciones y las cosas con tal de afirmar una opinión, un interés, una mera presencia, un titular, una foto o treinta segundos de telediario, que están consiguiendo que las cosas realmente importantes, aquellas claves que de verdad son básicas para la vida y la sociedad, se, pierdan en un mar de superficialidad, de culto a lo secundario y accesorio, retórica, demagogia y gilipollez galopante. Nunca ha habido en la historia de la Humanidad tanta información, tanta opinión circulando libremente por todas partes, y sin embargo se da la paradoja terrible de que nunca el ciudadano de a pie se ha visto tan indefenso, tan expuesto, tan manipulado por la influencia de apóstoles, profetas, salvavidas y salvapatrias.
Sólo hay una vacuna eficaz frente a eso, y se resume en una palabra: cultura. Inyectársela no es tan costoso ni difícil como parece. Basta, por ejemplo, con ir hasta el diccionario de la Real Academia y buscar en él la palabra embrión.
18 de agosto de 1996
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