Después de la pajaraca que se ha liado en los últimos tiempos con la expulsión de los inmigrantes africanos, al arriba firmante se le han quedado en el cuerpo un par de conclusiones. Vaya por delante que esta página no la firma Santa María Goretti, ni maldito lo que al suprascrito le importa la índole moral del asunto. Y mucho menos después de pasarme dos semanas oyendo a una pandilla de demagogos y oportunistas dispuestos a subirse a los trenes baratos; hermanitas de la caridad que, por cierto, deberían explicar alguna vez, a cambio, cómo carajo se mete en un avión a alguien que ha quemado su pasaporte y no quiere irse, o cómo se da empleo a los siete mil millones de africanos que, con todo el legítimo deseo de sobrevivir del mundo, sueñan con venir a instalarse en esta Europa egoísta y miserable que -pobres infelices- se han creído que es Hollywood. Pero esa es otra historia. La reflexión no viene a cuento por la naturaleza del escándalo de la actuación policial, ni porque éste haya saltado a la luz pública, sino por quiénes y por qué lo hicieron saltar por primera vez. El caso de los africanos deportados no fue difundido por la brillante investigación de un periodista, sino que lo sirvió en bandeja una parte interesada: un sindicato policial cuya sensible conciencia moral se veía atormentada por la vejación hecha a ese grupo de negros de color. No me digan que no es hermoso. Pasas revista a la mayor parte de los escándalos denunciados en España, y resulta que somos el país europeo con mayor índice de honestidad moral profesional por metro cuadrado. Nada de ajustes de cuentas, ni de intereses políticos, económicos o lo que sean. No. Aquí siempre hay alguien dispuesto a denunciar los malos pasos del vecino sin otro móvil que el bien social. Aquí siempre hay un chivato que las pía por amor a sus semejantes, y acto seguido un coro de palmeros finos que se apuntan al bombardeo por tres cuartos de lo mismo.
Me van ustedes a perdonar -o no-, pero tanta virtud me da gana de echar la pota, en este país donde siempre, por humanidad, por ciudadanía, incluso por amor al arte, triunfan la honradez y la transparencia excelsas; no como en esas sombrías democracias europeas donde los temas críticos que afectan al terrorismo, o a la seguridad nacional, o al orden público, o a las instituciones, o a la razón de Estado, se llevan con una discreción, una responsabilidad y delicadeza que rozan lo abyecto, y donde en esas materias los gobernantes guiris tienen el cinismo de decir esto es lo que hay, y punto. Por suerte, aquí funcionarnos de otra manera. Somos mejores ciudadanos, más honestos y transparentes que franceses, ingleses o alemanes. Qué coño. Aquí tenemos más respeto a los derechos humanos que nadie. Y como somos todos tan solidarios, tan entrañables, cuando detectamos el mal entramos a saco, poniéndolo todo patas arriba caiga quien caiga, y cuantos más caigan, mejor. Aquí, cada vez que se tercia, muere Sansón con todos los filisteos.
Resulta fascinante el espectacular -y elevadamente moral, por supuesto- suicidio colectivo que los españoles, por excesivos, llevamos tiempo realizando en nuestras instituciones y engranajes sociales. Somos todos tan virtuosos y tan de pata negra, tan antirracistas, tan antiguerra sucia, tan solidarios de lazo azul y de lo que haga falta, tan impolutos y tan así, que nos hemos convertido en un país de pepitos grillos demagogos y bocazas que se pican y descalifican unos a otros a ver quién consigue el más difícil todavía; el triple salto mortal. Y cuando hayamos conseguido deportar africanos persuadiéndolos dialécticamente y con Claudia Schiffer de azafata del Boeing, o no deportarlos y darle un puesto de trabajo a cada uno, y detengamos a terroristas y chorizos con armas psicológicas apelando a su sentido humanitario, Y cuando consigamos que los confidentes delaten a los narcos por la cara, a cambio de palmaditas en la espalda, y saquemos en el telediario con foto, nombre, apellidos y DNI a todos los topos infiltrados en ETA so pretexto del derecho de los ciudadanos a la información -¿se imaginan el acojone de ser infiltrado español en cualquier sitio?-, entonces podremos dormir tranquilos, pues España estará por fin homologada con nuestra natural nobleza de sentimientos. Porque, como todo el mundo sabe, nosotros somos así: honestos, solidarios, transparentes, demócratas. Nosotros somos la hostia.
11 de agosto de 1996
Me van ustedes a perdonar -o no-, pero tanta virtud me da gana de echar la pota, en este país donde siempre, por humanidad, por ciudadanía, incluso por amor al arte, triunfan la honradez y la transparencia excelsas; no como en esas sombrías democracias europeas donde los temas críticos que afectan al terrorismo, o a la seguridad nacional, o al orden público, o a las instituciones, o a la razón de Estado, se llevan con una discreción, una responsabilidad y delicadeza que rozan lo abyecto, y donde en esas materias los gobernantes guiris tienen el cinismo de decir esto es lo que hay, y punto. Por suerte, aquí funcionarnos de otra manera. Somos mejores ciudadanos, más honestos y transparentes que franceses, ingleses o alemanes. Qué coño. Aquí tenemos más respeto a los derechos humanos que nadie. Y como somos todos tan solidarios, tan entrañables, cuando detectamos el mal entramos a saco, poniéndolo todo patas arriba caiga quien caiga, y cuantos más caigan, mejor. Aquí, cada vez que se tercia, muere Sansón con todos los filisteos.
Resulta fascinante el espectacular -y elevadamente moral, por supuesto- suicidio colectivo que los españoles, por excesivos, llevamos tiempo realizando en nuestras instituciones y engranajes sociales. Somos todos tan virtuosos y tan de pata negra, tan antirracistas, tan antiguerra sucia, tan solidarios de lazo azul y de lo que haga falta, tan impolutos y tan así, que nos hemos convertido en un país de pepitos grillos demagogos y bocazas que se pican y descalifican unos a otros a ver quién consigue el más difícil todavía; el triple salto mortal. Y cuando hayamos conseguido deportar africanos persuadiéndolos dialécticamente y con Claudia Schiffer de azafata del Boeing, o no deportarlos y darle un puesto de trabajo a cada uno, y detengamos a terroristas y chorizos con armas psicológicas apelando a su sentido humanitario, Y cuando consigamos que los confidentes delaten a los narcos por la cara, a cambio de palmaditas en la espalda, y saquemos en el telediario con foto, nombre, apellidos y DNI a todos los topos infiltrados en ETA so pretexto del derecho de los ciudadanos a la información -¿se imaginan el acojone de ser infiltrado español en cualquier sitio?-, entonces podremos dormir tranquilos, pues España estará por fin homologada con nuestra natural nobleza de sentimientos. Porque, como todo el mundo sabe, nosotros somos así: honestos, solidarios, transparentes, demócratas. Nosotros somos la hostia.
11 de agosto de 1996
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