Aunque lo parezca por el título, hoy no les hablo de guerras ni combates, sino de gabardinas. Todo arranca de un artículo que publiqué hace un año, donde comentaba haber intentado durante mucho tiempo, sin éxito, conseguir una buena gabardina como la que tuve en mi juventud, de ésas largas y protectoras que llegaban casi hasta los tobillos: una prenda clásica hecha para soportar el mal tiempo y no mojarse cuando llueve. Peregriné por tiendas diversas, incluidas las de marcas clásicas conocidas, pero no hubo manera. Todo eran modelitos de temporada tipo tres cuartos, un palmo por encima de las rodillas; y encima, de colores. Una gabardina corta, le dije exasperado a un vendedor, además de ser una mariconada es un oxímoron. Así que tal andaba yo, con mi frustración a cuestas, y escribí el artículo como tantos otros: no para cambiar la realidad, que es lo que es, sino para desahogarme.
Hace un mes estaba firmando novelas en la librería Arenas de La Coruña (pongo La Coruña porque lo escribo en castellano, del mismo modo que cuando lo haga en gallego escribiré A Coruña), cuando entre la fila se adelantó un señor bastante mayor –luego supe que tenía 89 años– que caminaba con dificultad, apoyado en un bastón y en compañía de su hija. Traía una bolsa en una mano, y para mi sorpresa me la entregó. «Es una gabardina de las de antes –dijo él con extrema cortesía–. De las que usted buscaba. La tengo desde hace muchísimo tiempo, está casi nueva, y me gustaría que la aceptase». Aquello me dejó sin habla. Abrí la bolsa y en efecto: allí dentro, cuidadosamente doblada, había una Burberry’s clásica con cinturón y dos filas de botones, de las antaño llamadas trincheras. Una prenda soberbia de color caqui, larga hasta muy por debajo de las rodillas, de toda la vida. De las que ya ni se hacen ni se encuentran. Una gabardina de verdad.
Conmovido, incapaz de decir nada a la altura de aquella enormidad, abracé al anciano caballero. «Es fiel lector suyo desde hace treinta años –me dijo la hija–. Y se ha empeñado en que su gabardina la tenga usted». El padre me miraba con mucha fijeza, intensamente, sin despegar ya los labios, y no supe hacer otra cosa que darle ese abrazo fuerte, intentando transmitirle mi emoción y agradecimiento. Entonces, tal vez porque esa gabardina le traía especiales recuerdos, o por cualquier otra cosa que nunca sabré, aquel viejo amigo al que acababa de conocer –he dicho muchas veces que todo lector es un amigo– pareció emocionarse a su vez. Al abrazarnos, noté que sus ojos cansados se humedecían. Y de ese modo, con los ojos enrojecidos, encorvado, apoyado en el bastón y en su hija, volvió la espalda con sencillez y se alejó despacio, en silencio, sin decir nada más. Ni su nombre me dijo. Se marchó, y eso fue todo.
Volví con la gabardina en el equipaje y la colgué con orgullo en mi armario: clásica, impecable, perfecta. Una trinchera con todas las de la ley; palabra ésa, trinchera, que hoy se ha olvidado pero que los mayores recordarán, llamada así porque en la Primera Guerra Mundial era la única prenda civil que a los oficiales británicos se les permitía usar con el uniforme: la que se manchó de barro en Ypres, el Somme y el Marne, y fue popularizada más tarde por el cine negro norteamericano; por esos detectives encarnados por Robert Mitchum, Humphrey Bogart, Stirling Hayden y tantos otros actores que la vistieron bajo el frío y la lluvia. La misma que usaba mi padre con aquellos sombreros de gabardina que tampoco se fabrican ya. Una trinchera clásica, en efecto, de toda la vida.
Hace unos días conseguí al fin, y no fue fácil, el nombre y el teléfono del anciano caballero. Se llama Manuel Souto Candal, y ayer llamé por teléfono para contarles a él y a su hija que usé por primera vez su gabardina hace unos días. Llovía a cántaros, y salí a dar un paseo por el campo con mis perros. Caía agua con saña bíblica, y la sentía golpear sobre mis hombros y resbalar a lo largo de los faldones, que me cubrían hasta casi los tobillos. No necesité paraguas. No penetró ni una gota. Lo juro. La prenda que semanas antes me regaló don Manuel me protegía perfectamente; y en su interior cálido, suave, confortable, me sentí bien abrigado del mal tiempo. Olía la tierra húmeda entre las retamas goteantes que mojaban los bajos de la gabardina, oía ladrar a Sherlock y Rumba –protestando, pues a los malditos cabroncetes no les gusta mojarse–, miraba el paisaje velado por la cortina gris de la lluvia y pensaba, con una sonrisa agradecida, que pocas cosas abrigan tanto como la amistad de los seres nobles.
5 de enero de 2020
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