En el fondo tiene su gracia. Creo. O su maldita gracia. Hace un par de meses, coincidiendo con la crisis de Marbella y con el putiferio de la Asamblea de Madrid, un grupo de trabajo de cuatro universidades europeas, incluida la de Málaga, hizo públicos los resultados de un estudio interesantísimo en el que se atribuía al dinero negro el auge inmobiliario en la Costa del Sol, se alertaba sobre el control político de municipios por mafias de constructores, y se denunciaban los vínculos que a veces se dan entre construcción, delincuencia y política. Los resultados del informe eran estremecedores, sobre todo porque, aunque el estudio se limitaba al litoral malagueño, algunos datos eran aplicables –aparte honestas excepciones, supongo– a la realidad de innumerables municipios españoles, con costa o sin ella. Y la conclusión final era desoladora: en materia urbanística, la corrupción no tiene color político. Cuando se trinca, lo mismo dan tirios que troyanos. Y para más escarnio, los controles ciudadanos, administrativos y judiciales que deberían vigilar todo eso, no intervienen: se ven con las manos atadas, miran hacia otro lado o se llevan su tajada del pastel.
El hecho, como digo, de que la difusión del informe coincidiese más o menos en el tiempo con las crisis de Marbella y de la Asamblea de Madrid, que precisamente ponían de manifiesto los efectos de esa nefasta vinculación de ladrillos y política, me hizo pensar que el asunto daría de sí y que, con las armas proporcionadas por el informe, algunas personas decentes apuntarían hacia aquí o hacia allá, aprovechando para airear el asunto, abriéndose tal vez un debate sobre la corrupción urbanística y sus ramificaciones de todo tipo, incluida una que explica no pocas cosas en la realidad política española: el clientelismo y la subordinación de quienes necesitan esto o lo otro a los grupos de poder instalados en ayuntamientos o gobiernos autonómicos, donde una recalificación de terrenos o una licencia urbanística pueden suponer negocios de miles de millones de mortadelos. Por ejemplo.
Bueno, pues no. Quiero decir que después de publicarse el informe, todos se callaron como furcias. Y ahí siguen, silbando mientras miran al tendido. Y cuando digo todos, digo todos. A primera vista sorprende, claro. Que pongan a tiro la ocasión y nadie mueva una ceja. Pero luego atas cabos. A ver por qué se creen ustedes que cuando un grupo político se reparte el poder en un ayuntamiento recién conquistado nunca hay problemas para nombrar al concejal de Deportes ni a la concejala de Cultura, pero todo cristo se acuchilla sin piedad en torno a la concejalía de Urbanismo. La razón es evidente: porque ahí está la viruta. Y eso pasa lo mismo en la Asamblea de Madrid que en Villaconejos del Cenutrio o en el ayuntamiento de Jaén, por ejemplo, donde a principios del verano los del Pepé aún se estaban dando de hostias entre sí, casualmente por el control del área de urbanismo.
Pero claro, no se trata de eso nada más, en un país donde combatir los delitos urbanísticos y la corrupción política tropieza –que también es casualidad, mecachis– con el hecho de que se haya decidido no perseguir delitos por debajo de los quinientos kilos, que ya es una pasta, y donde nadie pega un puñetazo en la mesa ni se pronuncia a menos que esté muy obligado y se destape el asunto. Y aun en tal caso lo hace con mucho tiento, porque nunca se sabe. O al contrario: porque se sabe. A fin de cuentas, aunque uno sea honrado y limpio como los chorros del oro, cosa que en política ocurre a veces, siempre hay alguien –si no eres tú será un pariente, un colega o un compañero de partido– que tiene un esqueleto enterrado en hormigón. Y así es como se explica, entre otras cosas, parte de la boyante economía de esta España que en materia de negocios va tan de puta madre: un monipodio de compadres que se callan o que trincan mientras ladrones convictos enriquecidos precisamente con la especulación urbanística –otra casualidad– no sólo no ingresan en prisión, ni se les embarga nada porque nada tienen a su nombre, sino que pasan el verano rascándose los huevos en su yate mientras esperan el indulto. Mientras que a una abuela de ochenta años, que cobra una mierda de pensión, se le pasa hacer un año la declaración de la renta y la persiguen hasta la tumba.
21 de septiembre de 2003
El hecho, como digo, de que la difusión del informe coincidiese más o menos en el tiempo con las crisis de Marbella y de la Asamblea de Madrid, que precisamente ponían de manifiesto los efectos de esa nefasta vinculación de ladrillos y política, me hizo pensar que el asunto daría de sí y que, con las armas proporcionadas por el informe, algunas personas decentes apuntarían hacia aquí o hacia allá, aprovechando para airear el asunto, abriéndose tal vez un debate sobre la corrupción urbanística y sus ramificaciones de todo tipo, incluida una que explica no pocas cosas en la realidad política española: el clientelismo y la subordinación de quienes necesitan esto o lo otro a los grupos de poder instalados en ayuntamientos o gobiernos autonómicos, donde una recalificación de terrenos o una licencia urbanística pueden suponer negocios de miles de millones de mortadelos. Por ejemplo.
Bueno, pues no. Quiero decir que después de publicarse el informe, todos se callaron como furcias. Y ahí siguen, silbando mientras miran al tendido. Y cuando digo todos, digo todos. A primera vista sorprende, claro. Que pongan a tiro la ocasión y nadie mueva una ceja. Pero luego atas cabos. A ver por qué se creen ustedes que cuando un grupo político se reparte el poder en un ayuntamiento recién conquistado nunca hay problemas para nombrar al concejal de Deportes ni a la concejala de Cultura, pero todo cristo se acuchilla sin piedad en torno a la concejalía de Urbanismo. La razón es evidente: porque ahí está la viruta. Y eso pasa lo mismo en la Asamblea de Madrid que en Villaconejos del Cenutrio o en el ayuntamiento de Jaén, por ejemplo, donde a principios del verano los del Pepé aún se estaban dando de hostias entre sí, casualmente por el control del área de urbanismo.
Pero claro, no se trata de eso nada más, en un país donde combatir los delitos urbanísticos y la corrupción política tropieza –que también es casualidad, mecachis– con el hecho de que se haya decidido no perseguir delitos por debajo de los quinientos kilos, que ya es una pasta, y donde nadie pega un puñetazo en la mesa ni se pronuncia a menos que esté muy obligado y se destape el asunto. Y aun en tal caso lo hace con mucho tiento, porque nunca se sabe. O al contrario: porque se sabe. A fin de cuentas, aunque uno sea honrado y limpio como los chorros del oro, cosa que en política ocurre a veces, siempre hay alguien –si no eres tú será un pariente, un colega o un compañero de partido– que tiene un esqueleto enterrado en hormigón. Y así es como se explica, entre otras cosas, parte de la boyante economía de esta España que en materia de negocios va tan de puta madre: un monipodio de compadres que se callan o que trincan mientras ladrones convictos enriquecidos precisamente con la especulación urbanística –otra casualidad– no sólo no ingresan en prisión, ni se les embarga nada porque nada tienen a su nombre, sino que pasan el verano rascándose los huevos en su yate mientras esperan el indulto. Mientras que a una abuela de ochenta años, que cobra una mierda de pensión, se le pasa hacer un año la declaración de la renta y la persiguen hasta la tumba.
21 de septiembre de 2003
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