Desde hace mucho tiempo, en la cruceta de babor del velero en el que navego llevo la bandera de Venecia. No ondea ahí porque sea bonita, que lo es, sino porque durante dos décadas, por razones familiares, pasé la última semana de cada fin de año en esa ciudad. La conozco bien y algunas veces he hablado de ella en esta página; incluso aparece en mis novelas El pintor de batallas y El puente de los asesinos. Mi relación con Venecia, sin embargo, no es de amor ciego, pues hay muchas cosas de ella que no me gustan. Pero el tiempo, la costumbre y otras razones acabaron convirtiéndola en parte de mi biografía personal y sentimental: recuerdos, sensaciones, imágenes. Ya saben. Momentos de una vida.
Todo eso me da cierta idea de la ciudad y sus problemas. La visité por primera vez a finales de los años 70 y estuve por última vez hace unos meses, así que conozco las diversas etapas de la degradación sufrida en medio siglo. Y creo que la culpa de su destrucción lenta e inevitable no la tienen sólo las inundaciones, ni la invasión de los millones de turistas que a ella viajamos, ni la corrupción italiana que chupa y dispersa recursos necesarios. Todo eso me parece grave; pero lo peor es que en realidad Venecia ya no pertenece a Italia ni a los venecianos, sino a las corporaciones internacionales, cadenas hoteleras, grandes empresas y fondos de inversión que lo han comprado todo, se llevan los beneficios y practican allí una devastadora política de cuanto más mejor, dándoles igual que el pan que hoy come la ciudad sea hambre para mañana: exprimir la ubre lo más fuerte y rápido posible, y luego, cuando todo sea una simple carcasa vacía, que se vaya a hacer puñetas.
Por supuesto, nada de eso sería posible sin nuestra complicidad. Sin nuestra estólida facilidad para comprar estupidez y gato por liebre. Desembarcamos por millares de los cruceros que destruyen los pilotes sobre los que se asienta la ciudad, saturamos sin el menor criterio personal sus calles y monumentos, pasamos por sus canales sin mirarlos más que a través de la pantallita del teléfono móvil. Y lo que es peor, sin enterarnos apenas de lo que pisamos y vemos. Sin preocuparnos por su historia y la de quienes la protagonizaron. Las tiendas de recuerdos y de chorradas están llenas, pero a menudo los museos se ven a media bandera y las librerías –las pocas que sobreviven–, desoladoramente vacías. Sólo hay una que siempre está a tope, Acqua Alta, pero porque figura en las guías turísticas como lugar pintoresco. Y cuando vas y te fijas, compruebas que quienes entran no suelen hacerlo para comprar libros, sino para hacerse una foto.
En los últimos años he adquirido la certeza de que lo que está acabando con la cultura en Europa no es la inmigración ilegal, ni las crisis económicas, sino las fotos: los putos selfis. Las imágenes de las inundaciones de hace unas semanas en Venecia han vuelto a convencerme de ello. Mientras la laguna lo anegaba todo y el barro destruía ese palimpsesto cultural de quince siglos, centenares de gilipollas saturaban las redes sociales con fotos haciendo el gamba, chapoteando felices en los estragos, guiñando un ojo, poniendo morritos y caras para Twitter e Instagram, adoptando posturas divertidas para mandar las imágenes a sus amigos de Tokio, Los Ángeles, Londres o Madrid, metidos hasta media pierna en el agua que arrasaba la ciudad, su cultura y su historia. Pero no sólo eso. Porque tecleando esos días en Internet encontré el colmo de los colmos: una de las páginas más visitadas fue, lo juro por la gorra de Corto Maltés, una guía que aconseja lugares –no los explica, sólo los recomienda– para hacerse selfis. Con acqua alta la ciudad se inunda y su belleza se duplica, dice. Y lo mejor: No dejes de agacharte y colocar la cámara casi sobre el agua. Los reflejos serán todavía más bonitos.
Así que, en vista del éxito, y como también yo conozco Venecia y escribo cosas, estoy pensando hacer mi propia guía para que los turistas se hagan fotos con acqua alta, a ver si por fin triunfo. En realidad ya la tengo medio planeada, y el primer párrafo sería éste:
El mejor selfi lo puedes hacer si metes la cabeza dentro del agua en la plaza de San Marcos y la mantienes allí diez o quince minutos mientras tus amigos te la sujetan, para divertiros mucho todos. O subirte al Campanile y andar hacia atrás sonriéndole a la cámara, a ser posible abrazada a tu novio, y ya verás qué risa mientras caéis. O hacerte un selfi colgado con una mano del puente de Rialto, con las piernas abiertas mientras los ferros de las góndolas que pasan te van dando en los cojones… Grandísimo imbécil.
8 de diciembre de 2019
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