El almirante José Ignacio González-Aller, Sisiño para los amigos, es un marino atípico porque tiene un fuerte ramalazo –en el buen sentido de la palabra– de militar ilustrado como los de antes: aquellos que a veces se sentaban en las academias científicas, o de la lengua y la Historia. Quiero decir que es un marino leído. Me recuerda a algunos antiguos colegas suyos, capaces de hacer compatible el amor a la patria con leer libros. De vez en cuando, y quizá por eso mismo, se pronunciaban por aquí y por allá, no para poner a la gente a marcar el paso –ése era un registro diferente, el de los espadones iletrados y malas bestias–, sino para hacer a sus conciudadanos más cultos y libres, obligando a reyes infames a jurar y respetar constituciones. Por lo general, esos mílites optimistas vieron pagados su cultura y su patriotismo con el exilio en Francia o Inglaterra, donde hubo espacio y tiempo para reflexionar, entre nieblas, sobre la ingrata índole de esta madrastra, más que madre, llamada España. De ellos hay uno que al almirante y a mí nos parece entrañable, pues encarna como pocos la tragedia nacional: Cayetano Valdés, comandante del navío Pelayo en la batalla de San Vicente y del Neptuno en la de Trafalgar, quien, reinando ese puerco con patillas que fue nuestro rey don Fernando VII, conoció la prisión en España y el exilio en Londres por mantenerse fiel a la constitución de 1812.
Pero ésa es otra historia, y de quien quiero hablarles es de mi amigo el almirante González-Aller. Le adeudo, como lector, su magnífica recopilación de la correspondencia de Felipe II sobre la empresa de Inglaterra, en los cinco tomos de la obra –todavía inacabada– La batalla del Mar Océano; y, por supuesto, la reciente, monumental e indispensable Campaña de Trafalgar: dos grandes volúmenes con todos los documentos españoles sobre el desastre naval de 1805. Pero mi deuda afectiva es aún mayor, y data de cuando hace nueve años lo conocí como director del Museo Naval de Madrid, por donde yo husmeaba a la caza de cartas náuticas, tesoros hundidos y rubias a las que contarles las pecas hasta el Finisterre. Su delicadeza y su hombría de bien me sedujeron en el acto, y desde entonces le guardo un aprecio especial y un respeto fraguados en largas conversaciones, mantenidas sobre todo en torno a ese corte de la línea por dos puntos frente al cabo Trafalgar, el 21 de octubre de 1805. Muchas veces discutimos juntos aquel combate, en público y en privado, reproduciendo los movimientos sobre una mesa, sobre el suelo, en una pared o en la imaginación. Y siempre me conmovieron la profunda ciencia, la lucidez, la objetividad y el melancólico patriotismo, rozando la emoción, del buen almirante a la hora de recordar a los enemigos y a los amigos: a sus compañeros de antaño, peleando con el valor de la desesperanza, por su honor y sus conciencias.
Les estoy hablando de un abuelete –él no me perdonará el epíteto– sabio y un hombre de bien, respetado por los antiguos enemigos, los eruditos ingleses y franceses que se honran con su opinión y con su trato. Un hombre dedicado al estudio y la memoria, a quien los jóvenes marinos, como cualquier aficionado a la historia naval de este país desmemoriado, deberían acudir en peregrinaje, con los oídos y la inteligencia atentos. Y si por suerte ganan su confianza y consiguen llevarlo al portalón de los recuerdos personales, descubrirán que, tras esa ternura y bonhomía, late también otro hombre distinto – aunque tal vez se trate del mismo– que brota a ráfagas peligrosas como relámpagos: el capitán de corbeta frío y eficaz que, hace treinta años, en plena Marcha Verde, al mando del submarino S-34 Cosme García, en navegación silenciosa frente a los puertos de Agadir y Casablanca, con diez torpedos a proa y un ojo pegado al periscopio, aguardó durante dos semanas al acecho, sumergido y emergiendo con cautela cada noche, la ocasión de echar a pique cualquier buque de guerra enemigo que se le pusiera a tiro. Y cuando lo hago recordar aquello –me encanta provocarlo, pues cuenta las cosas como nadie–, veo que se enciende una llama de excitación y de nostalgia en sus ojos, y le tiembla la voz, y se yergue como el joven oficial que fue en otro tiempo. La última vez, durante un pequeño homenaje que le hicimos varios amigos ante un cocido de Lhardy, concluyó con un puñetazo sobre la mesa. «¡Éramos marinos de guerra!», exclamó. «¡Y a mucha honra!»
2 de julio de 2006
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