No es fácil decir adiós a una novela cuando acabas de escribirla. El alivio de terminar un trabajo, ponerle punto final a una sucesión de problemas narrativos que has resuelto con más o menos eficacia, el consuelo de liquidar la dura y última etapa de relecturas y correcciones interminables –como dice mi amigo Juan Gómez-Jurado, las novelas no se terminan, sino que se abandonan–, se ven empañados por la sensación de desarraigo y orfandad, la incertidumbre de verse desterrado de un mundo que fue el tuyo durante meses, o años: un mundo no por imaginado menos real, donde un novelista vive sumergido durante una buena parte de su vida. Después de ese tiempo en el que cuanto lees, miras, haces, escribes, amas u odias está relacionado con la historia que narras, y te acuestas por la noche pensando en lo que vas a escribir por la mañana, y al despertar acudes al teclado con la certeza de que en las siguientes horas escribirás la mejor página de tu vida… Después de todo eso, como digo, cerrar esa etapa, sentir que tan agradable y mágica suspensión de la vida real en beneficio de la imaginada –o la combinación de ambas– queda atrás y ya no te pertenece, saber que la novela está cerrada y nada más podrás hacer por ella, que a partir de ahora ya no es tuya porque será reescrita y completada por quienes la lean, te deja desorientado, confuso. Te deja más vacío y más solo.
Hasta ayer mismo, veinticuatro horas antes de teclear estas líneas, viví diez meses concentrado en una historia que acabó teniendo 650 páginas. Cuando la empecé el 1 de noviembre del año pasado, creía que su escritura iba a llevarme un par de años; pero los meses de confinamiento y la suspensión de todos los viajes, o casi todos, cambiaron el calendario. La mayor parte de este tiempo, de ocho a doce horas diarias, lo he pasado escribiendo o leyendo libros relacionados con el asunto –cómo añoro el tiempo en que era lector inocente, o incluso novelista primerizo y hasta ingenuo–. Y así, lo que en otras circunstancias habría supuesto un par de años de trabajo ha ido mucho más deprisa. La novela está corregida, entregadas al editor las últimas pruebas y vista la portada. Quien quiera leerla, pronto la tendrá en sus manos. Estoy ahora, todavía, en esa zona gris, yerma, situada entre una novela acabada y otra que está por venir. Todavía no sé cuál será, aunque algo barrunto entre la media docena de posibles historias que a un novelista profesional lo acompañan como un enjambre de moscas zumbándole en torno a la cabeza. Sé que en pocos días estaré con ella, la que sea, entre otras cosas porque la necesito: no escribir una historia determinada, sino vivir dentro de una nueva historia. Dejar de ser un escritor huérfano de mundos. Asegurarme otra vez meses o años de lecturas, de escritura, de esa fascinante incertidumbre tan parecida a navegar, fijarte un rumbo y un punto de arribada, moverte a la antigua, sin instrumentos y por estima, enfrentado a toda clase de mares, vientos y calmas, y el día previsto o cualquier otro, a las tantas de la madrugada y con los prismáticos pegados a la cara, reconocer a lo lejos las ocultaciones y destellos del faro que al zarpar fijaste con un círculo de lápiz sobre la carta náutica. Y probarte a ti mismo, entonces, que lo has hecho bien y eres un buen marino.
Así estoy y así me siento ahora, estos días. He echado el hierro al fin a resguardo del viento, en fondo de arena, con cinco metros de sonda y treinta y cinco metros de cadena, y con el compás de puntas calculo, sobre otra carta náutica desplegada en la camareta, la nueva navegación y las singladuras necesarias para el próximo viaje. Cumplo sesenta y nueve años dentro de dos meses, y a esa edad lo de elegir nuevos rumbos no es un acto banal. Ignoras cuántos viajes te quedan por hacer, y por eso es tan importante elegir bien unos y descartar otros. Equivocarte es un lujo excesivo a estas alturas. Hay navegaciones que ya nunca harás, aunque soñaste con ellas, y eso entristece; pero también tienes la certeza de que, sea cual sea la próxima, la emprenderás con la lúcida entereza de quien sabe que tal vez no haya más –vivimos entre estachas de ballena, dice mi viejo amigo Manuel Coy, marino sin barco– y por eso debe ser disfrutado cada viento, cada marea, cada singladura feliz, cada amanecer rojizo y cada puesta de sol incierta y gris. Cada velero con el que te cruzas entre dos luces, de vuelta encontrada, y que saluda en la distancia con los tres destellos de una linterna solitaria. Y te preguntas cómo harán quienes no navegan, o quienes no escriben, o quienes no leen, para soportar sus propios finales de novela.
20 de septiembre de 2020
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