Estaba el otro día con unos lectores cuando alguien, aludiendo a estos panfletos dominicales, me puso los pelos de punta. «Le agradezco que defienda con objetividad la Historia como nos la enseñaron en el colegio», dijo, y me hizo polvo. En primer lugar, el arriba firmante nunca ha pretendido ser defensor objetivo de nada. Consideren la objetividad cuando digo que Fernando VII era un perfecto y nocivo hijo de puta rodeado de curas reaccionarios, o que la pérfida Albión, esa entrañable aliada del Pepé en la última guerra del Golfo, se ha pasado los últimos quinientos años dándole a España por saco. Pero lo de la objetividad es anecdótico. Lo que de veras me acojonó fue que mi interlocutor, sin duda queriendo ser amable, creyera que, porque me repatea la forma en que ahora se enseña Historia a los chicos, y atribuya a la Logse de mis amigos Maravall y Solana buena parte del analfabetismo rampante, añoro los libros de texto de mi tierna infancia. Y tampoco es eso. Admito que antes los libros del cole tenían información.
Quiero decir que había fechas, batallas y nombres de reyes, referencias que facilitaban un marco general donde después podías encajar las cosas que leías o que vivías, sin poner cara de cenutrio cuando alguien mencionaba el nombre de Viriato, la palabra almorávide, Otumba, Cavite, Isidoro de Sevilla o el tributo de las Cien Doncellas. O las que fueran. Pero de ahí a decir que aquellos libros eran un modelo de objetividad y de rigor histórico va un abismo. Valgan, de muestra, unos ejemplos tomados de mi Historia de España de Maristas, segundo grado. Por ejemplo: «Istolacio e Indortes -aquellos dos caudillos enfrentados a los cartagineses cuando la idea de España no existía ni de coña- son los dos primeros mártires de la independencia patria». Tampoco está de más considerar, en lo que vale, esta otra perla: «Almohades, almorávides y benimerines cayeron sobre la indomable España, que supo triunfar de todos». O la justificación histórica para la expulsión de los judíos, que según el texto: «Eran objeto del odio popular por su avaricia y crímenes». Por no hablar de «la herejía protestante predicada por el vicioso Lutero»; o, vueltos a la limpieza étnica, la de los moriscos, cuya conversión «no había sido sincera y aborrecidos por el pueblo a causa de su codicia desmesurada, por lo que fueron arrojados al África». Y todo ese entrecomillado, damas y caballeros, puesto negro sobre blanco en un libro -muy bien editado, por cierto- de la Editorial Luis Vives, años 50, con nihil obstat del censor, canónigo D. Vicente Tena, e imprímase de monseñor Lino, obispo de Huesca. Con dos huevos.
Como puede comprobarse, en lo de manipular cual bellacos por acción u omisión, todas las épocas cocieron habas. Incluso estoy convencido de que aquellos libros de mi infancia tergiversaban más que los de ahora. Lo que pasa es que antes, además de afirmar que nuestra raza era el copón de Bullas -igual les suena el argumento-, contaban cosas y te enseñaban también los hechos fundamentales de la Historia. Ahora, bajo el pretexto de corregir aquella manipulación, lo negamos y borramos todo; y en su lugar imponemos la nada y la gilipollez políticamente correcta, sustituyendo la idea de España vista en conjunto, como plaza pública de pueblos y lenguas -que el nacionalismo franquista y sus herederos se apropiaran del concepto, corrompiéndolo, no lo anula en absoluto-, por doscientas españitas mezquinas que, según algunos textos modernos, siempre fueron a su rollo y nada tenían que ver unas con otras.
Bromas y contradicciones propias aparte, aborrezco los nacionalismos grandes tanto como los pequeños, porque todos, hasta los vinculados a causas nobles, engordan con lo más reaccionario y mezquino de la sucia condición humana; pero no soy tan imbécil como para confundir estupidez de malas bestias con cultura y memoria, que son nobilísimas y respetables, ni tan mierdecilla, quizás, como quienes agachan las orejas por si alguien los interpreta mal y los llama fascistas. Por eso digo que cuando eduquen a mis nietos, si los tengo, prefiero que les hablen de Lutero, de Almanzor, del concilio de Toledo, de Cánovas y Sagasta o del desastre de la Invencible, que de la influencia histórica del silbo canario, el refajo ansotano y su impronta en los fueros de Aragón, la pelota vasca como resistencia cultural neolítica, o el ruido de alpargatas de los portapasos de la Macarena como clave y esencia de la nación andaluza.
6 de julio de 2003
Quiero decir que había fechas, batallas y nombres de reyes, referencias que facilitaban un marco general donde después podías encajar las cosas que leías o que vivías, sin poner cara de cenutrio cuando alguien mencionaba el nombre de Viriato, la palabra almorávide, Otumba, Cavite, Isidoro de Sevilla o el tributo de las Cien Doncellas. O las que fueran. Pero de ahí a decir que aquellos libros eran un modelo de objetividad y de rigor histórico va un abismo. Valgan, de muestra, unos ejemplos tomados de mi Historia de España de Maristas, segundo grado. Por ejemplo: «Istolacio e Indortes -aquellos dos caudillos enfrentados a los cartagineses cuando la idea de España no existía ni de coña- son los dos primeros mártires de la independencia patria». Tampoco está de más considerar, en lo que vale, esta otra perla: «Almohades, almorávides y benimerines cayeron sobre la indomable España, que supo triunfar de todos». O la justificación histórica para la expulsión de los judíos, que según el texto: «Eran objeto del odio popular por su avaricia y crímenes». Por no hablar de «la herejía protestante predicada por el vicioso Lutero»; o, vueltos a la limpieza étnica, la de los moriscos, cuya conversión «no había sido sincera y aborrecidos por el pueblo a causa de su codicia desmesurada, por lo que fueron arrojados al África». Y todo ese entrecomillado, damas y caballeros, puesto negro sobre blanco en un libro -muy bien editado, por cierto- de la Editorial Luis Vives, años 50, con nihil obstat del censor, canónigo D. Vicente Tena, e imprímase de monseñor Lino, obispo de Huesca. Con dos huevos.
Como puede comprobarse, en lo de manipular cual bellacos por acción u omisión, todas las épocas cocieron habas. Incluso estoy convencido de que aquellos libros de mi infancia tergiversaban más que los de ahora. Lo que pasa es que antes, además de afirmar que nuestra raza era el copón de Bullas -igual les suena el argumento-, contaban cosas y te enseñaban también los hechos fundamentales de la Historia. Ahora, bajo el pretexto de corregir aquella manipulación, lo negamos y borramos todo; y en su lugar imponemos la nada y la gilipollez políticamente correcta, sustituyendo la idea de España vista en conjunto, como plaza pública de pueblos y lenguas -que el nacionalismo franquista y sus herederos se apropiaran del concepto, corrompiéndolo, no lo anula en absoluto-, por doscientas españitas mezquinas que, según algunos textos modernos, siempre fueron a su rollo y nada tenían que ver unas con otras.
Bromas y contradicciones propias aparte, aborrezco los nacionalismos grandes tanto como los pequeños, porque todos, hasta los vinculados a causas nobles, engordan con lo más reaccionario y mezquino de la sucia condición humana; pero no soy tan imbécil como para confundir estupidez de malas bestias con cultura y memoria, que son nobilísimas y respetables, ni tan mierdecilla, quizás, como quienes agachan las orejas por si alguien los interpreta mal y los llama fascistas. Por eso digo que cuando eduquen a mis nietos, si los tengo, prefiero que les hablen de Lutero, de Almanzor, del concilio de Toledo, de Cánovas y Sagasta o del desastre de la Invencible, que de la influencia histórica del silbo canario, el refajo ansotano y su impronta en los fueros de Aragón, la pelota vasca como resistencia cultural neolítica, o el ruido de alpargatas de los portapasos de la Macarena como clave y esencia de la nación andaluza.
6 de julio de 2003
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