Hace casi veinte años que, a menudo, uso sombrero para vestir. Como decían mi abuelo y mi padre, tiene la ventaja de poder quitártelo cuando entras bajo techo, o delante de las señoras. Recurro a los clásicos de fieltro, azul oscuro, marrón o gris, los días fríos de invierno. Bajo la lluvia los uso de gabardina, y de panamá en verano, cuando el sol pega fuerte. En ciudad siempre con chaqueta, naturalmente. La chaqueta veraniega acabó convirtiéndose en hábito: una especie de disciplina personal. Pocas veces me muevo ya, por lugares civilizados, en mangas de camisa. A todo se acostumbra uno. La única pega es que, cuando estoy comprando películas en El Corte Inglés, me confunden con un dependiente y me piden Los bingueros de Pajares y Esteso. Fuera de eso, lo de la chaqueta es muy llevadero. Algún amigo me pregunta si no estaría más cómodo sin ella. Yo respondo que sí, que lo estaría. Pero no veo por qué diablos necesitaría estar más cómodo. También es cómodo ir en calzoncillos y chanclas por la calle, rascándose los huevos, y no lo hago.
Volviendo al sombrero, el otro día un librero de la cuesta Moyano me dio que pensar. Vestía yo chaqueta azul oscuro, pantalón chino beige, zapatos de ante marrones y panamá, y me interpeló: «¿A dónde vas con sombrero, llamando la atención?». Respondí que estaba dando un paseo, y manifesté mi extrañeza ante el hecho singular de que le llamase la atención un panamá de toda la vida, comprado como cada primavera en La Favorita, mi sombrerería habitual de la Plaza Mayor. Y más cuando él mismo llevaba una gorra de vivos colores de guacamayo con visera de un palmo. «Porque no creo -añadí- que vengas de jugar al béisbol». Seguí camino, pero aquello me dejó pensativo. Continué pensándolo mientras paseaba, mirando alrededor. El verano estaba en todo lo suyo, Madrid hervía de gente, y era buen momento para digerir el comentario. Así que me puse a ello.
Según aquel librero, yo llamaba la atención porque iba en verano con chaqueta y sombrero de panamá. Miré alrededor, intentando confirmarlo. A ver quién más da el cante, me dije. Comprobemos mi calidad de garbanzo negro observando qué otros transeúntes atraen la atención por lo insólito de su aspecto o indumento, prendas de cabeza incluidas. Pero todo parecía normal: el hormiguero urbano circulaba apacible. Nadie parecía sorprenderse de sus semejantes. Yo era quien llamaba la atención, según el capullo en flor del librero; pero el resto de la humanidad se vestía con desconcertante aplomo. Registré unas cuantas muestras al azar: un fulano de ciento veinte kilos, o así, con el que me crucé en la calle Arenal, vestía camiseta de tirantes, bañador de flores y chanclas de goma que le daban aspecto de paquidermo informal. También se cubría con un sombrero parecido al mío; pero todo cristo pasaba cerca sin echarle siquiera una mirada de soslayo -¿En qué he fallado?, pensé inquieto, estudiándolo de arriba abajo-. Algo más allá me crucé con una pareja natural como la vida misma: nadie volvía la cabeza a mirarlos ni se daba con el codo, pese a que el individuo llevaba piercings en la nariz y en las cejas, pantalón corto de camuflaje con bolsillos enormes y un sombrero de jungla de alas anchas muy arrugado, y su legítima -una morsa a la que rebosaban de la camiseta ceñida dos ubres y varias lorzas de sudoroso tocino- lucía sombrero vaquero, botas de pitufo hasta media pierna con treinta y dos grados a la sombra, y llevaba todo el brazo izquierdo tatuado con motivos satánicos. Junto a la plaza de Oriente vi a dos asiáticos con sombreros de eso mismo, o sea, asiáticos: redondos, anchos y de paja, apropiadísimos para recolectar arroz en el delta del Mekong o en cualquier otro delta. Pero ni los miraban. De vuelta, cerca del arco de San Ginés, me crucé con un pavo desnudo de cintura para arriba que iba tocado con un sombrero mejicano de color rojo. Y, pasada la chocolatería, le pisé inadvertidamente el muñón a un mendigo que estaba tirado ocupando toda la acera -me insultó muy suelto, en lengua eslava-, y que llevaba una camiseta de la universidad de Harvard, un cartel con la frase: «Tengo ambre y 5 ijos», y se tocaba con un sombrero negro de ala corta, tipo gánster años 60, como los que lucía Frank Sinatra cuando cantaba A mi manera. Resumiendo: ninguno de ellos llamaba la atención. Vestían como lo más normal del mundo.
Meditando ésa y otras maravillas llegué a la plaza Mayor, donde me encontré con otro amigo que trabaja en el Ayuntamiento. «¿Dónde vas con gorro?», me preguntó. Lo miré cinco segundos en silencio. Luego dije: «Gorro es el que les pusieron a tus abuelos cuando los quemaron en esta misma plaza. Cabrón». Y mientras se quedaba descifrando el asunto, fui al bar Andaluz y pedí una cerveza.
29 de agosto de 2010
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