domingo, 8 de junio de 1997

El último que apague la luz

Algún jefe de la Benemérita anda cabreado porque, según encuesta realizada entre los agentes de Picolandia en Cataluña, un altísimo porcentaje de números y númeras del Cuerpo está dispuesto a colgar el tricornio y pedir su ingreso en los mozos de escuadra, la policía autonómica que a finales de año asumirá las competencias de tráfico de la Guardia Civil. Cierto viejo amigo, un teniente coronel picoleto que hace tiempo me marcaba a los mafiosos ingleses en la Costa del Sol para que yo los reventara en el telediario, me comentaba el asunto muy abatido, el pobre, hablando de traición. Y yo le decía no, mi Tecol, de traición nasti de plasti. Lo que pasa es que el tinglado de la antigua farsa se está yendo definitivamente al carajo. Y cada cual echa a nadar como puede. Y puestos a que esto se parta sin remedio, la gente, y es natural, intenta quedarse en los mejores pedazos. Porque a estas alturas, hasta el picolín menos agudo entiende la diferencia entre ser guardia civil en la España que va a quedar, y mosso de esquadra en la Cataluña que se están montando. Y es que uno puede ser benemérito, pero no gilipollas.

A ver si llamamos a las cosas por su nombre. En este país de demagogos, de minorías que gobiernan con cuatro votos y mucho apaño, y de desaprensivos que dicen representar al pueblo, lo que algunos nunca podremos perdonar al Partido Socialista Obrero Español es qué con su soberbia, su cobardía y su desmedido afán por trincar, hiciera posible el aterrizaje de una derecha, débil para más inri, que por asegurarse una o dos legislaturas es capaz de vender hasta el rosario de su madre. Y España, tras haber sido saqueada y sodomizada por aquella presunta izquierda ilustrada -una cuerda de señoritos y mangantes de amplio espectro a quienes estalló su propia chulería en mitad de las pelotas-, en este momento es un país sometido al saqueo de las derechas, tanto la de los morigerados meapilas que ejercen nominalmente el poder central, como la derecha catalana y la derecha vasca. Porque, por mucho que nos pinten la burra de verde con el Guernica y con Felipe V, esto no es más que un pasteleo de compadres de derechas, un enjuague de golfos insolidarios, de políticos que huyen hacia adelante, de trileros dispuestos a desmantelar el Estado en beneficio de los mercachifles de siempre. Y la tela, la viruta para la canonización de San Chantaje y San Monipodio, la siguen poniendo los de siempre: la ciudadanía de segunda, sangrada de impuestos para pagarles las motos y los despliegues y las inmersiones lingüísticas a otros más guapos, más listos, o con fueros de más nivel, Maribel.

Otra cosa es que deba o no ser así. Otra cosa es que España, que se hizo con mucho sufrimiento, esfuerzo y sangre, nunca llegara a cuajar como Estado fuerte, entre varias razones porque desde los Reyes Católicos a Felipe IV, digan lo que digan los manipuladores de la Historia, aquí nadie tuvo hígados para aplicar el centralismo a rajatabla que otros monarcas europeos impusieron sin escrúpulos y sin cortarse un pelo. Otra cosa es que ese Estado fuerte y solidario resulte incompatible con la naturaleza cainita y navajera de nuestro paisanaje; y que el torpe remedo de 1939, que terminó haciendo sospechosa y aborrecible la palabra patria, deba acabar como una federación de taifas europeas, una presunta monarquía plurinacional, o una casa de putas donde el tonto se calce a la más fea. Pero mira. Igual es mejor que vayamos asumiendo de una vez que ésta es la España que deseamos y nos merecemos. Una España donde la televisión, los gobernantes, los hijos y hasta la pinta que tenemos, realmente hemos ido ganándolos a pulso. Y una vez asumido todo eso, pues bueno. Quienes podamos nos acogeremos a los privilegios fiscales, laborales o de lo que sean, de las zonas afortunadas. Y quienes no, pues a fastidiarse. A buscamos la vida, o a hacer guerrilla urbana para desahogamos y ajustar cuentas con quienes nos llevaron a esto. O mandarlo todo a tomar por saco, emigrando a cualquier sitio donde no haya necesidad de presenciar a diario este espectáculo lamentable.

Quizá sea ése el futuro que nos espera. Y hasta puede que sea mejor así: las cartas sobre la mesa y cada uno montándoselo a su aire. Pero entonces que nos lo digan alto y claro y lo rematen de una vez, en vez de tanto pacto, y tanto tapujo, y tanto pedir sosiego. Y tanto tomamos por tontos del culo.

8 de junio de 1997

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