Cada cual tiene su forma de ganarse el pan, y la mía incluyó la necesidad de vivir en hoteles durante la mitad de mi vida. Entrabas en tu habitación de Buenos Aires, Nairobi o Beirut, sacabas el cepillo de dientes y un par de libros de la mochila, y aquello se convertía en la propia casa. En ese tiempo hubo hoteles de toda categoría y pelaje: ultramodernos delirios de plástico y cemento, covachas infames, tristes fonduchos de estación o aeropuerto, pensiones, hostales, tétricos muebles de cinco mil y la cama aparte. También hubo hoteles agujereados a bombazos, donde extendías el saco de dormir en el cuarto de baño o en el pasillo porque parecían más seguros que la cama. Y hubo otros lugares razonables, con alfombras en el vestíbulo y porteros vestidos de almirantes: hoteles históricos donde habían dormido Stendhal, Hemingway, Nijinsky o Greta Garbo, y donde entraba de jovencito con mis tejanos, mis dos camisas sin planchar y mi bolsa de lona al hombro, con una mezcla de ensueño, timidez y respeto.
De todas mis viviendas provisionales, las favoritas fueron siempre los viejos hoteles; aquellos donde el eco de los pasos entre corredores, espejos y cuadros, traía rumores de las vidas que llenaron sus habitaciones y salones. Siempre que pude elegí alojamientos venerables que conocía de los libros o el cine; y una vez allí, leía sobre quienes los inscribieron en la Literatura o en la Historia. Con el tiempo, a fuerza de frecuentarlos, conocí también a algunos empleados supervivientes de décadas mejores. Viejos conserjes como Walter, el ex Waffen SS que llamé Grüber en El club Dumas, o tronados pianistas como Emilio Attilli terminaron, entre propias conversaciones y a veces alguna copa, refiriéndome anécdotas, confidencias y nostalgias. Contándome cómo fueron los últimos años de los grandes hoteles internacionales, cuando bastaba un gesto para verse atendido según los cánones, y todo era muy distinto a como es ahora: clientes chusma que, en vez de comportarse a tono con el lugar donde se encuentran, a menudo prefieren rebajarlo al nivel de su propia ordinariez, adecuándolo a las bermudas de colorines o al chándal, prendas emblemáticas del vocinglero ganado que protagoniza la actividad turística contemporánea.
Admito, y no es la primera vez, que todo el mundo -incluso los japoneses y, si me apuran, los norteamericanos- tiene derecho a viajar y a la cultura, suponiendo que viajar pueda todavía considerarse cultura. Y también a ejercitar masivamente ese derecho, ahora que hay estupendas ofertas para patearse el mundo por cuatro duros y con pago en veinte años, a plazos, si se hace en manadas de doscientos individuos cada vez. Mas convendrán conmigo en que asomarse a una ventana del hotel Daniel de Venecia y encontrar los canales literalmente atestados por miles de japoneses en góndola, o vivir en el Crillon de París rodeado de fulanos de Arkansas que hablan por la nariz, llevan gorras de béisbol y preguntan dónde está la fontana de Trevi, le quita el encanto a cualquier cosa; por mucho que Richard Wagner haya pernoctado allí, Hemingway se emborrachara en el bar, Oscar Wilde desvirgara a su primer efebo en la habitación 329, o Claudia Schiffer te esté esperando -a ver si mi vecino Marías, con todas sus novias, es capaz de tirarse faroles como ése- con una botella de Viuda Cliquot bien fría en la suite imperial.
En realidad, aunque parezca que todavía están ahí, esos hoteles maravillosos ya no existen. Se han transformado en decorados vacíos, vulgares abrevaderos, pensiones con desayuno incluido para paquetes turísticos internacionales, y el mundo que antaño contenían no es sino una grotesca y tumultuosa caricatura. Un ejemplo: mientras escribo estas líneas intentando mantener actitudes elegantes en el salón de uno de los más históricos y en otro tiempo exclusivos hoteles de Roma -mi editor italiano me mima como a un hijo-, unos treinta japoneses que entraron a hacerse fotos guardan ahora cola para utilizar por el morro los lavabos mientras charlan y charlan en su respetable lengua. Arigato san. Hai. Como se aburren, algunos se vuelven a mirarme sonrientes, me saludan, se sientan alrededor y uno incluso me ha hecho una foto. Por su parte, el camarero y el recepcionista simulan que no los ven. A fin de cuentas, el camarero es albanés y el recepcionista yugoslavo; la decadencia de Occidente les importa un huevo de pato.
1 de junio de 1997
De todas mis viviendas provisionales, las favoritas fueron siempre los viejos hoteles; aquellos donde el eco de los pasos entre corredores, espejos y cuadros, traía rumores de las vidas que llenaron sus habitaciones y salones. Siempre que pude elegí alojamientos venerables que conocía de los libros o el cine; y una vez allí, leía sobre quienes los inscribieron en la Literatura o en la Historia. Con el tiempo, a fuerza de frecuentarlos, conocí también a algunos empleados supervivientes de décadas mejores. Viejos conserjes como Walter, el ex Waffen SS que llamé Grüber en El club Dumas, o tronados pianistas como Emilio Attilli terminaron, entre propias conversaciones y a veces alguna copa, refiriéndome anécdotas, confidencias y nostalgias. Contándome cómo fueron los últimos años de los grandes hoteles internacionales, cuando bastaba un gesto para verse atendido según los cánones, y todo era muy distinto a como es ahora: clientes chusma que, en vez de comportarse a tono con el lugar donde se encuentran, a menudo prefieren rebajarlo al nivel de su propia ordinariez, adecuándolo a las bermudas de colorines o al chándal, prendas emblemáticas del vocinglero ganado que protagoniza la actividad turística contemporánea.
Admito, y no es la primera vez, que todo el mundo -incluso los japoneses y, si me apuran, los norteamericanos- tiene derecho a viajar y a la cultura, suponiendo que viajar pueda todavía considerarse cultura. Y también a ejercitar masivamente ese derecho, ahora que hay estupendas ofertas para patearse el mundo por cuatro duros y con pago en veinte años, a plazos, si se hace en manadas de doscientos individuos cada vez. Mas convendrán conmigo en que asomarse a una ventana del hotel Daniel de Venecia y encontrar los canales literalmente atestados por miles de japoneses en góndola, o vivir en el Crillon de París rodeado de fulanos de Arkansas que hablan por la nariz, llevan gorras de béisbol y preguntan dónde está la fontana de Trevi, le quita el encanto a cualquier cosa; por mucho que Richard Wagner haya pernoctado allí, Hemingway se emborrachara en el bar, Oscar Wilde desvirgara a su primer efebo en la habitación 329, o Claudia Schiffer te esté esperando -a ver si mi vecino Marías, con todas sus novias, es capaz de tirarse faroles como ése- con una botella de Viuda Cliquot bien fría en la suite imperial.
En realidad, aunque parezca que todavía están ahí, esos hoteles maravillosos ya no existen. Se han transformado en decorados vacíos, vulgares abrevaderos, pensiones con desayuno incluido para paquetes turísticos internacionales, y el mundo que antaño contenían no es sino una grotesca y tumultuosa caricatura. Un ejemplo: mientras escribo estas líneas intentando mantener actitudes elegantes en el salón de uno de los más históricos y en otro tiempo exclusivos hoteles de Roma -mi editor italiano me mima como a un hijo-, unos treinta japoneses que entraron a hacerse fotos guardan ahora cola para utilizar por el morro los lavabos mientras charlan y charlan en su respetable lengua. Arigato san. Hai. Como se aburren, algunos se vuelven a mirarme sonrientes, me saludan, se sientan alrededor y uno incluso me ha hecho una foto. Por su parte, el camarero y el recepcionista simulan que no los ven. A fin de cuentas, el camarero es albanés y el recepcionista yugoslavo; la decadencia de Occidente les importa un huevo de pato.
1 de junio de 1997
No hay comentarios:
Publicar un comentario