El fulano me vigila desde que compré una pizza frita en el vico della Tofa. Sus objetivos son, deduzco, mi reloj y mi cartera. Viene siguiéndome paciente, a la espera de darme el sartenazo ante vecinos que jurarán a la policía, por la memoria de sus queridos difuntos, que no han visto ni oído nada. Son las reglas, y no puedo tomarlo a mal. Veterano del barrio y la ciudad, hace cuarenta años que asumo los usos y costumbres locales. Sin ellos, Nápoles no sería Nápoles. Es una de las razones por las que, por encima de todas las ciudades, amo ésta y cuanto contiene: sus calles, su gente, su peligro. El palimpsesto fascinante de Oriente y Occidente mediterráneos donde es posible encontrar comerciantes que se llaman, por ejemplo, Arístide Pitagórico; o taxistas que con orgullo se dicen a sí mismos il conte Renato, porque su abuelo, conocido truffatóre local, estafaba a la gente bajo ese falso título nobiliario. La vieja Parténope nunca fue ciudad para bobos despistados, sino para gente que sepa moverse, escuchar y mirar. Amantes de la pasta al dente y las películas de Totò y Vittorio de Sica. Viajeros atentos, con ojos en la espalda.
Así, vigilando flancos y retaguardia, voy por el antiguo Barrio Español camino de via Pignaseca, dispuesto a beber una cerveza Peroni a la salud de Gennaro Squarzialupo –cuya imaginaria trattoria Il Palombaro situé cerca de este lugar– y sus camaradas del grupo Orsa Maggiore, que hace ochenta años atacaban naves británicas en Gibraltar. Camino entre puestos callejeros, olor a carne, verdura, pescado y pizza caliente, sin descuidar mi espalda; y a veces me aparto del vico Gelso o la via Speranzella en busca de calles situadas más arriba, menos transitadas: las de ropa tendida en los balcones, altarcitos con santos y esquelas mortuorias en los muros –Marinella Esposito, ditta Nenella–, buscando el eco de mis pasos en calles por las que transitaron, hace cuatro siglos, las sombras de Íñigo Balboa y el capitán Alatriste. Y en una de las que suben a Montecalvario –qué nombres, cazzo, tan extraordinarios hay aquí– compruebo que el pavo que me seguía cambió de objetivo y se aleja tras una pareja de turistas rubios, anglosajones colorados de sol, que pasean de la mano, cámaras al cuello, teléfonos y bolsos descuidados y tentadores, con la inocencia de quien no tiene puñetera idea de dónde se mete.
Manca rispetto, pienso desolado. Falta respeto. La escena es cada vez más frecuente. Antes, los pocos turistas en Nápoles se limitaban a la via Toledo, y los atrevidos llegaban dos calles más arriba. Via Speranzella era el límite impuesto por la prudencia. Para evitar guías banderita en alto y oír graznar inglés o japonés bastaba con mantenerse por encima de esa línea. Así podías recorrer el barrio sin ver más que napolitanos, incluidos niños de doce años conduciendo motocicletas en las que se agrupaban, detrás, hasta cuatro hermanos pequeños. Te metías allí asumiendo los riesgos de un atropello, un tirón o un navajazo, dispuesto a pagar el precio de la experiencia. Ibas sin amparo, disfrutando del oro y el barro de la Nápoles profunda, mirando y aprendiendo lecciones de historia y vida. Ahora, sin embargo, con monstruosos cruceros que vomitan miles de turistas sobre la ciudad, el Nápoles de abajo gana terreno al de arriba. Cada vez hay más restaurancitos, bares, tiendas. Ves turistas con camisetas del Manchester hasta en Trinità degli Spagnoli. Eso es bueno para el barrio: trabajo, dinero y posibilidades. Me alegro por ellos, claro; por esos napolitanos de rostros patibularios y esas mujeres de belleza densa y espesa. Pero no puedo evitar cierta melancolía. Sé que esa nueva vida –lo he visto en Madrid, en Lisboa y en muchas ciudades– significa la muerte de otra, o de los rasgos propios que la hacían especial. Cada vez todo se parece más a todo; y eso, bueno para unas cosas, es malo para otras. Que Nápoles, uno de los pocos reductos que parecían imbatibles, acabe invadida también por el turismo de masas es revelador. Nada queda a salvo. Nenella Esposito y Arístide Pitagórico, con cuanto simbolizan, están sentenciados a muerte. El mundo les ha perdido el respeto, y cualquier pringado se cree seguro paseando ante la mirada, antaño peligrosa y hoy servil, de sus hijos y nietos. Por eso, aunque sólo sea porque retrasa un poquito un destino inevitable, me consuela que el fulano que antes pisaba mis talones siga ahora el rastro de la nueva presa, con andares de lobo goteándole el colmillo. Con algo de suerte, pienso, salvará el honor del viejo Barrio Español, devolviéndole por un instante el respeto que cada vez más pagafantas ignoran. Y así, la parejita anglosajona cogida de la mano tendrá algo que contar a los otros tres o cuatro mil pasajeros cuando vuelva al Costa Smeralda, o al Empress of the Sea, o al Titanic II, o como carajo se llame su puto barco.
22 de mayo de 2022
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