A veces, la calle, la vida, parecen un montaje artístico surrealista, o un happening lúdico-procesual, o como se llame eso ahora. Quiero decir que uno está a lo suyo, y de pronto puede verse metido en un espectáculo taurino-musical digno del Bombero Torero. Con la diferencia notable de que, hasta hace poco, la gente manifestaba su extrañeza, hilaridad o indignación, y a veces tomaba cartas en el asunto para ponerle coto o reclamar, en casos extremos, la presencia de la autoridad competente. Ahora, lo que procuramos es quedarnos como don Tancredo: aquel personaje de la España antigua que, vestido y empolvado de blanco, se sentaba en una silla en el centro del ruedo, inmóvil, mientras el toro le daba vueltas alrededor, sin embestir, tomándolo por una estatua. Y es a la manera de don Tancredo como nos quedamos a menudo, mirando al tendido, en la esperanza de que no se fijen en nosotros y podamos escurrir el bulto. Con esa intención, hasta orillamos la infamia. Un anciano puede ser asaltado en la calle sin que los transeúntes movamos un dedo, o una mujer verse acosada en el metro por un miserable mientras todos miramos por la ventanilla u hojeamos el periódico. Preferimos no meternos en camisas de once varas.
Pero, como dije, no siempre el asunto es trágico. Hay ocasiones en que la tragedia se funde con la comedia, hasta el punto de que tu primer impulso es averiguar dónde está escondida la cámara oculta. Tuve ocasión de reflexionar sobre eso hace unas semanas, en la peluquería. Estaba sentado esperando mi turno, junto a otro señor mayor y un niño, mientras los dos peluqueros, tijera y peine en mano, se ocupaban cada uno de un cliente sentado en el correspondiente sillón. Todo transcurría con la rutina habitual: el niño miraba de reojo las tetas de Yola Berrocal en la portada de uno de los Interviús que había sobre la mesita de espera, el adulto leía el Marca, los peluqueros hablaban de fútbol, y yo hojeaba el Hola en busca de la última gesta deportivo-aventurera de Álvaro de Marichalar o Kitín Muñoz, intentando averiguar qué entidad o institución corría esta vez con los gastos. Lo de siempre. Y en ésas, entró el fulano. Era un tipo de unos treinta años, con mala pinta, vestido con tejanos y camiseta. La ropa la traía rota y muy sucia, como si se hubiera estado revolcando por el suelo. Además, manchada de sangre. Lo de la sangre no era extraño, porque tenía el careto lleno de moratones y magulladuras, con sangre fresca en la nariz y un labio partido. Saltaba a la vista que alguien acababa de darle las suyas y las del pulpo. Una estiba guapa.
Como pueden suponer, el silencio se hizo sepulcral. El jambo entró tambaleándose, sin decir buenos días ni decir nada –cuando pasó cerca me llegó un olor a vino que tiraba de espaldas–, y fue derecho al rincón donde le lavan el pelo a la gente. Allí, sin pedir permiso a nadie, abrió el grifo y metió la cabeza debajo del chorro. Estuvo así un rato, sin que los peluqueros, ni los clientes, ni el señor que esperaba, ni el niño, ni yo mismo, dijéramos palabra alguna. Todos seguíamos como si no hubiéramos visto nada. A veces se encontraban nuestras miradas en el gran espejo de la pared, pero no movíamos un músculo; excepto cuando enarqué una ceja mirando al peluquero jefe y éste, sin dejar de cortarle el pelo al cliente, correspondió enarcando otra. Sólo se oía el chorro de agua, el suave chasquido de las tijeras de los peluqueros y a Carlos Herrera largando en la radio. Al cabo, el fulano cerró el grifo, cogió una toalla limpia y se secó con cuidado. Luego fue hasta el espejo, y situándose entre los dos sillones, cada uno con su cliente y su peluquero detrás, se inclinó un poco para mirarse las magulladuras, palpándolas con mucho tiento, e hizo en tono alelado, pastoso –parecido al de Pascual Maragall en sus días espesos–, un par de comentarios entre dientes: uno fue «Joder, joder, joder», y otro: «La leche, cómo me han puesto, la leche». Al cabo eligió un peine entre los utensilios de la peluquería, se peinó tranquilamente el pelo mojado y se dirigió, con paso inseguro, hacia la puerta. Salió sin mirarnos, hecho un Eccehomo; pero, eso sí, peinado con una raya perfecta. Y todos nos quedamos observándonos unos a otros de soslayo, sin hacer comentarios. Sólo el peluquero jefe miró un instante hacia la puerta y murmuró: «Al personal se le ha ido la olla». Después siguió, chas-chas, dándole a las tijeras y al peine.
14 de agosto de 2005
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