El pasado fin de semana tuve el vídeo al rojo vivo, calzándome cuatro películas de bandera: El tesoro de Sierra Madre, de John Huston, Casino, de Scorsese, Código del hampa, de Don Sie-gel, y El mundo en sus manos, de Raoul Walsh. Después, de aquello, borracho de cine y de felicidad, me fui a dormir. Y al levantarme al día siguiente todavía me duraba la cara de gilipollas. Qué bien se queda uno, pensé, después de empaparse de buen cine, y de buenas historias contadas por gente que sabe hacer las cosas con oficio, con talento, y con el simple móvil de tener algo que contar y contarlo en corto y por derecho, sin marear la perdiz. No dejaba de dar vueltas a la infinita tolerancia del viejo minero encarnado por Walter Huston, o a Lee Marvin haciendo de criminal obsesionado por la pasividad de su víctima. Y para hablar de las goletas del Hombre de Boston y el Portugués ciñendo a rabiar, borda con borda, en su épica carrera a mar abierto. 0 los tropecientos mil millones de dólares que el amigo Scorsese tuvo que fumigarse para conseguir esa dura e intensa película sobre Las Vegas, donde Niro, Pesci y la Stone están, como dicen ahora los de Pijolandia, que se salen.
Y, mientras le miraba el careto a todo ese personal, el arriba firmante se preguntaba lo que hubiéramos hecho en España con los cuatrifoscientos kilos que Scorsese se pulió en su casino de Las Vegas. Cuánta gilicomedia fastuosa y cuánta obra maestra definitiva que aburre a las ovejas, y cuánto intenso thriller cutre habrianse podido marcar, voto a tal unos cuantos fulanos que conozco porque aquí, chavales, nos conocemos todos, con el aplauso de ciertos señalados compadres de la crítica cinematográfica. Los mismos críticos, casualmente, que a menudo coescriben los guiones y luego ponen estupendo el producto. Los mismos cuyo nombre naturalmente, sin que ellos sepan nada van esgrimiendo por ahí unos productores que yo me sé a la hora de recabar pasta para sus películas, garantizando tratamiento cuatro estrellas en las páginas de espectáculos de tal o cual periódico, revista o suplemento. O a ver si se creen ustedes que cuando de pronto en este país nos meten con calzador, a coro y hasta en la sopa, una solemne soplapollez de película, el evento es casual. Aquí, lo último casual fue que el Cid dejara embarazada a doña Jimena justo antes de irse a la mili.
Hay otro cine decente, honrado, eficaz. Un cine hecho por gente que ama su oficio, no para que le digan muy bueno lo tuyo en los cotarros de diseño, sino porque esa es la pasión que les revuelve el corazón y las tripas, y están dispuestos a jugarse la mujer, la pasta y lo que sea con tal de realizar los sueños que tienen en la cabeza. Gente humilde que no está en los circuitos de mangantes y no se come una rosca, guionistas con talento a quien nadie hace caso porque en este país cualquier director y cualquier productor se creen perfectamente capaces de inventar una historia; directores jóvenes y no tan jóvenes que aprendieron a hacer cine donde se aprende, en las pantallas de cine y leyendo, no en la onanista contemplación de su ombligo. Productores que se zambullen a cuerpo limpio, a menudo con su dinero y no el de los otros. Francotiradores que lo hacen reconciliarse a uno, de vez en cuando, con las palabras cine y España, cuando vienen juntas.
De cualquier modo, a fin de cuentas, cada público tiene también el cine que se merece. En Francia, los gabachos acuden a los estrenos a ver la última de Tavemier, o de Depardieu, como antes seguían a la Girardot, Lelouch, TrufTaut, o Gerard Philippe. Apoyan a sus directores, a sus actores y sus películas. Aunque, claro. Allí, cuando tienen viruta hacen La reina Margot, Cyrano o Capitán Conan, y después la gente aguanta en largas colas bajo la lluvia para entrar y verlas. Aquí despilfarran en lo que todos sabemos; pero cuando alguien se juega el pescuezo y consigue algo digno, entonces no recauda un puto duro de taquilla, porque el bacalao de la promoción lo cortan las distribuidoras gringas, con la complicidad de los golfos a sueldo y de los palanganeros que se lo hacen gratis. Y como somos una panda de imbéciles, nos vamos al cine de al lado, a ver, por ejemplo, La sombra del diablo. Que lleva no sé cuantos meses en cines de toda España, y es un plomazo y una mierda como el sombrero de un picador. Pero sale Brad Pitt.
6 de julio de 1997
Y, mientras le miraba el careto a todo ese personal, el arriba firmante se preguntaba lo que hubiéramos hecho en España con los cuatrifoscientos kilos que Scorsese se pulió en su casino de Las Vegas. Cuánta gilicomedia fastuosa y cuánta obra maestra definitiva que aburre a las ovejas, y cuánto intenso thriller cutre habrianse podido marcar, voto a tal unos cuantos fulanos que conozco porque aquí, chavales, nos conocemos todos, con el aplauso de ciertos señalados compadres de la crítica cinematográfica. Los mismos críticos, casualmente, que a menudo coescriben los guiones y luego ponen estupendo el producto. Los mismos cuyo nombre naturalmente, sin que ellos sepan nada van esgrimiendo por ahí unos productores que yo me sé a la hora de recabar pasta para sus películas, garantizando tratamiento cuatro estrellas en las páginas de espectáculos de tal o cual periódico, revista o suplemento. O a ver si se creen ustedes que cuando de pronto en este país nos meten con calzador, a coro y hasta en la sopa, una solemne soplapollez de película, el evento es casual. Aquí, lo último casual fue que el Cid dejara embarazada a doña Jimena justo antes de irse a la mili.
Hay otro cine decente, honrado, eficaz. Un cine hecho por gente que ama su oficio, no para que le digan muy bueno lo tuyo en los cotarros de diseño, sino porque esa es la pasión que les revuelve el corazón y las tripas, y están dispuestos a jugarse la mujer, la pasta y lo que sea con tal de realizar los sueños que tienen en la cabeza. Gente humilde que no está en los circuitos de mangantes y no se come una rosca, guionistas con talento a quien nadie hace caso porque en este país cualquier director y cualquier productor se creen perfectamente capaces de inventar una historia; directores jóvenes y no tan jóvenes que aprendieron a hacer cine donde se aprende, en las pantallas de cine y leyendo, no en la onanista contemplación de su ombligo. Productores que se zambullen a cuerpo limpio, a menudo con su dinero y no el de los otros. Francotiradores que lo hacen reconciliarse a uno, de vez en cuando, con las palabras cine y España, cuando vienen juntas.
De cualquier modo, a fin de cuentas, cada público tiene también el cine que se merece. En Francia, los gabachos acuden a los estrenos a ver la última de Tavemier, o de Depardieu, como antes seguían a la Girardot, Lelouch, TrufTaut, o Gerard Philippe. Apoyan a sus directores, a sus actores y sus películas. Aunque, claro. Allí, cuando tienen viruta hacen La reina Margot, Cyrano o Capitán Conan, y después la gente aguanta en largas colas bajo la lluvia para entrar y verlas. Aquí despilfarran en lo que todos sabemos; pero cuando alguien se juega el pescuezo y consigue algo digno, entonces no recauda un puto duro de taquilla, porque el bacalao de la promoción lo cortan las distribuidoras gringas, con la complicidad de los golfos a sueldo y de los palanganeros que se lo hacen gratis. Y como somos una panda de imbéciles, nos vamos al cine de al lado, a ver, por ejemplo, La sombra del diablo. Que lleva no sé cuantos meses en cines de toda España, y es un plomazo y una mierda como el sombrero de un picador. Pero sale Brad Pitt.
6 de julio de 1997
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