Somos feos de cojones. Lamento comunicárselo a ustedes así, a quemarropa; pero el arriba firmante ha llegado a esa conclusión científica tras larga y minuciosa observación del entorno. En estos meses veraniegos, sobre todo, la cruda realidad viene y te golpea por el morro, sin apelación posible. Y resulta paradójico: eso ocurre precisamente ahora, en estos tiempos en que todo cristo dedica más tiempo a estar guapo, se gasta una cantidad larga de viruta en el asunto, y luego se pasea -nos paseamos- por ahí con la certeza absoluta de que la moda, el diseño, el ejercicio físico, el danone con bífidos multiactivos, la leche desnatada y las rebajas de El Corte Inglés, nos han dejado una apariencia que te vas de vareta, Manolín.
Pero no. Dense una vuelta ojo avizor y saquen conclusiones; lo que será facilísimo, por otra parte, si se encuentran en una localidad cercana a una playa a última hora de la tarde, cuando montan los mercadillos, y la gente se sienta en las terrazas a tomarse algo. La calle es un muestrario dantesco de pantorrillas peludas, sandalias infames, camisetas de tirantes bajo las que asoma la pelambrera racial, bodis -o como carajo se escriba que embuten ombligos rollizos, pantalones ceñidos en torno a ancas descomunales, camisetas fofas con exóticas referencias, zapatillas multicolor fosforito con airbag, bañadores de pata larga que lo mismo valen para la playa que para rascarse los huevos mientras cenas en un restaurante, y otros horrores varios.
Sobre los bañadores masculinos, el otro día, viendo pasar al personal, esclarecí por fin un misterio que hace tiempo atormentaba mis noches de insomnio: por qué ahora son de pata larga y llevan bolsillos. Y la razón es tan simple que sólo a un estúpido como yo podía haberse mantenido oculta tanto tiempo: un bañador de pata larga y bolsillos es una prenda polivalente y multiuso, con la que te ahorras pantalones y bañador. Te lo pones por la mañana, desayunas y vas a comprar el periódico, llevas el coche al taller, vas a la playa, te bañas, te secas con él puesto, vas a comer -sin quitártelo, duermes la siesta, sales a pasear por la tarde, y hasta puedes dormir con él. Es, en suma, una prenda cómoda y deportiva, con un no sé qué de informal, y con la ventaja de que no tienes que ir lavándolo, porque se lava cada día en la playa, y si lo combinas con el sabio uso de un par de camisetas -cuando te pones una cuelgas la otra en algún sitio para que se airee un poco- tienes -el guardarropa resuelto para todo el mes de vacaciones. Y ya puedes salir a pasear tranquilo con la familia, ella con las mollas bien prietas -a ver si se ha creído la Schiffer que es la única que puede marcar chichas-, la niña con sandalias color butano de un palmo de suela, un piercing en el ombligo y otro en una teta, el niño disfrazado de telecomedia americana, y tú completando el conjunto con una camiseta de tirantes malva de Arman¡, riñonera, pantorrillas y axilas hirsutas, gafas de sol aerodinámicas y sandalias de suela anatómico-forense.
Antes era sólo en las localidades playeras; pero ahora te puedes encontrar a la familia Colorín en cualquier parte, en la plaza Mayor de Madrid, en la catedral de Burgos o en un restaurante de Neguri. Y hay veces que me cruzo con un crío pequeñajo, de esos que apetece acariciarles la cabeza, y sonríes y tal. Lo que pasa es que luego levantas la vista, ves a los padres que andan cerca, y te dices desazonado que, dentro de pocos años -ya apunta detalles y maneras, si te fijas-, la criaturita será como ellos. Y se te esfuma la ternura de golpe. Y te preguntas, misántropo como eres para cierto tipo de cosas, si no sería más piadoso exterminarlos en agraz ahora que son cachorrillos, antes de que crezcan y se reproduzcan, y empeoren el aspecto del cotarro que, a estas alturas, ya anda bastante jodido.
Quién me iba a decir a mí -o témpora!, o mores!- que iba a terminar añorando, con cuarenta y seis tacos, no ya los zapatos veraniegos de rejilla, el pantalón de raya fina, el panamá de paja y la honesta camisa blanca de manga corta de mi abuelo, sino la racial y tripona silueta de ese otro ibérico varón que éramos antaño, con pelo a lo Manolo Escobar, zapatos de puntera, la maricona colgando de la muñeca, y aquella hoy ya discreta pelambre morena asomando por la camisa desabotonada a medias, entre la que relucía una gruesa cadena de oro con la Virgen del Carmen.
20 de julio de 1997
Pero no. Dense una vuelta ojo avizor y saquen conclusiones; lo que será facilísimo, por otra parte, si se encuentran en una localidad cercana a una playa a última hora de la tarde, cuando montan los mercadillos, y la gente se sienta en las terrazas a tomarse algo. La calle es un muestrario dantesco de pantorrillas peludas, sandalias infames, camisetas de tirantes bajo las que asoma la pelambrera racial, bodis -o como carajo se escriba que embuten ombligos rollizos, pantalones ceñidos en torno a ancas descomunales, camisetas fofas con exóticas referencias, zapatillas multicolor fosforito con airbag, bañadores de pata larga que lo mismo valen para la playa que para rascarse los huevos mientras cenas en un restaurante, y otros horrores varios.
Sobre los bañadores masculinos, el otro día, viendo pasar al personal, esclarecí por fin un misterio que hace tiempo atormentaba mis noches de insomnio: por qué ahora son de pata larga y llevan bolsillos. Y la razón es tan simple que sólo a un estúpido como yo podía haberse mantenido oculta tanto tiempo: un bañador de pata larga y bolsillos es una prenda polivalente y multiuso, con la que te ahorras pantalones y bañador. Te lo pones por la mañana, desayunas y vas a comprar el periódico, llevas el coche al taller, vas a la playa, te bañas, te secas con él puesto, vas a comer -sin quitártelo, duermes la siesta, sales a pasear por la tarde, y hasta puedes dormir con él. Es, en suma, una prenda cómoda y deportiva, con un no sé qué de informal, y con la ventaja de que no tienes que ir lavándolo, porque se lava cada día en la playa, y si lo combinas con el sabio uso de un par de camisetas -cuando te pones una cuelgas la otra en algún sitio para que se airee un poco- tienes -el guardarropa resuelto para todo el mes de vacaciones. Y ya puedes salir a pasear tranquilo con la familia, ella con las mollas bien prietas -a ver si se ha creído la Schiffer que es la única que puede marcar chichas-, la niña con sandalias color butano de un palmo de suela, un piercing en el ombligo y otro en una teta, el niño disfrazado de telecomedia americana, y tú completando el conjunto con una camiseta de tirantes malva de Arman¡, riñonera, pantorrillas y axilas hirsutas, gafas de sol aerodinámicas y sandalias de suela anatómico-forense.
Antes era sólo en las localidades playeras; pero ahora te puedes encontrar a la familia Colorín en cualquier parte, en la plaza Mayor de Madrid, en la catedral de Burgos o en un restaurante de Neguri. Y hay veces que me cruzo con un crío pequeñajo, de esos que apetece acariciarles la cabeza, y sonríes y tal. Lo que pasa es que luego levantas la vista, ves a los padres que andan cerca, y te dices desazonado que, dentro de pocos años -ya apunta detalles y maneras, si te fijas-, la criaturita será como ellos. Y se te esfuma la ternura de golpe. Y te preguntas, misántropo como eres para cierto tipo de cosas, si no sería más piadoso exterminarlos en agraz ahora que son cachorrillos, antes de que crezcan y se reproduzcan, y empeoren el aspecto del cotarro que, a estas alturas, ya anda bastante jodido.
Quién me iba a decir a mí -o témpora!, o mores!- que iba a terminar añorando, con cuarenta y seis tacos, no ya los zapatos veraniegos de rejilla, el pantalón de raya fina, el panamá de paja y la honesta camisa blanca de manga corta de mi abuelo, sino la racial y tripona silueta de ese otro ibérico varón que éramos antaño, con pelo a lo Manolo Escobar, zapatos de puntera, la maricona colgando de la muñeca, y aquella hoy ya discreta pelambre morena asomando por la camisa desabotonada a medias, entre la que relucía una gruesa cadena de oro con la Virgen del Carmen.
20 de julio de 1997
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