domingo, 16 de octubre de 2005

¿Me da usted candela?

Soy de emociones secas. Quiero decir que se me saltan las lágrimas pocas veces. Los perros y poco más. Pero, con permiso de ustedes, acabo de soltar unas lagrimitas. Discretas, ojo. Tampoco es cosa de amariconarse a estas alturas. La culpa la tiene el libro Rapsodia española, de Antonio Burgos. Antología de la poesía popular, dice el subtítulo. Llegó a casa el otro día. Vaya por delante que la poesía no me pone mucho. La popular me interesa cuando linda con el tango, el corrido, el bolero o la copla. La fina, menos. Ahí, con perdón de algún compadre poeta que tengo –no siempre elige uno a sus amistades–, me sacan de Quevedo, Machado y Miguel Hernández, y tengo la misma sensibilidad que un bistec muy hecho. Pero bueno. Hojeo cada libro que me llega, faltaría más. Eso hice con éste. Y de pronto, leo: Deprisa, que no llegamos / Quiero la mantilla blanca. Glup. Eso me suena, pienso. Maldita sea. Vaya si me suena. O aquello de más adelante: Por la arena de la playa / va con un hombre la Lirio. Atiza. Más glup, glup. Trago saliva con dificultad, y me arrellano en el sillón pasando páginas, mientras fantasmas de hace cuarenta y tantos años empiezan a instalarse a mi alrededor, a darse con el codo y a mirar el libro por encima de mi hombro: ¡A chufla lo toma la gente! / ¡A mí me da pena / y me causa un respeto imponente! 

Y es que el libro es eso, claro: una antología popular. Un recorrido por los versos que varias generaciones de españoles, en otros tiempos de familia y mesa de camilla, cuando aún no existía la maldita tele, aprendimos de memoria en boca de nuestros padres o abuelos. Poesía a menudo impura, narrativa –alguna tiene hoy hasta barruntos raperos–, hecha para recitarse en voz alta, como esos versos que a veces oí recitar a mi padre mientras se afeitaba: ¿Rencores? ¿por qué rencores? / No le va a mi señorío / guardarle rencor a un río / que fue regando mis flores. Historias conmovedoras, auténticas novelas contadas, sin darles importancia, en treinta o cuarenta versos que pocas veces se conocieron impresos, pues eran aprendidos de memoria y repetidos generación tras generación cuando buena parte de la enseñanza aún se basaba en saber y recordar cosas, y no en tomaduras de pelo diseñadas por cantamañanas del liberalismo educativo, ideólogos de la vaciedad y ministros imbéciles. Hablo de versos inolvidables que eran repetidos por los mayores y que los niños recitábamos en bautizos, comuniones y otras fiestas familiares; poesía popular que fue felicidad y cultura de esas masas que ciertos poetas remilgados y críticos soplacirios tanto desprecian. Como aquel extraordinario Me lo contaron ayé / las lenguas de doble filo / que te casaste hase un mé / y me quedé tan tranquilo. 

Por eso solté el trapo, snif, mientras pasaba las páginas de la antología. De pronto, entre esta y aquella línea, me sentí de nuevo en una casa antigua, de pasillo largo, muebles oscuros y lamparilla bajo la urna de una virgen, sentado frente a mi abuela en el mirador, oyéndola recitar entre el chasquido de los bolillos, con su voz tranquila, educada, y la sonrisa melancólica de la jovencita que en otro tiempo había sido, El Tren expreso de Campoamor –a quien, por cierto, echo de menos en esta antología– o esos otros versos de León y Quintero que entonces yo, languideciente con los primeros amores junto a la verja de algún colegio de niñas, me aplicaba sin vacilar a mí mismo: ¿No te parece a ti extraño? / ¿No es una cosa muy rara / que un chaval de doce años / lleve tan triste la cara? 

Y claro. Por muchas conchas que cuaje la vida, nadie puede evitar que leyendo eso le suba el nudo de la garganta a los ojos. O que te llegue al lagrimal cuando pasas más páginas y lees: He sembrao er mundo entero / de pares de banderillas / para ponerle en enero / los reyes a mi chiquilla. Casi nada: el ¿Me da usted candela? completo: una de las poesías que más me conmovieron en mis tiempos de pardillo con pantalón corto, asomado a una vida aún por vivir. Una de esas historias oídas a tus mayores que, sin que apenas se note mientras ocurre, marcan para toda la vida: Y da la casualidá / que, desde que ella ha nasío / cuando tiene que firmá / firma con mis apellíos. Quienes oyeron alguna vez esos versos magníficos saben a qué me refiero: Y er duende con voz muy baja / se acerca y le dise ar tá / encárgate la mortaja / si vuervo a verla llorá. 

16 de octubre de 2005 

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