A veces el tiempo termina poniendo las cosas en su sitio, o casi. Estaba el otro día en un puerto mediterráneo, amarrado de proa al pantalán y leyendo en la camareta, cuando escuché el motor de una embarcación. Subí a cubierta mientras otro velero se acercaba por el lado opuesto, disponiéndose a amarrar enfrente. Suelo ayudar en la maniobra; pero como el marinero de guardia estaba allí, me quedé apoyado en el palo, mirando. Era un queche de quince metros, con un hombre al timón y una mujer en la proa. Banderita española en la cruceta de estribor y bandera roja a popa: un inglés. El patrón era cincuentón largo, con barriga cervecera. La mujer, negra, alta y bien dotada. Una señora estupenda, la verdad. Muy aparente.
El marinero del puerto estaba en el punto de atraque, esperando. Era de esos españoletes chupaíllos, flaquísimo y tostado, con pantalón corto, gorra y un pendiente de oro en cada oreja. De los que te cruzas de noche y echas mano a la navaja antes de que la saque él. Aunque esto lo apunto sólo para que se hagan cargo de la pinta del jenares; yo lo conocía de tiempo atrás, y lo sabía buena gente. El caso es que imagínenselo allí, esperando a que la proa del velero inglés llegase al pantalán. En ésas, a un par de metros, la negra de la proa le suelta al marinero una pregunta en absoluto inglés, que para los de aquí suena algo así como: ¿chuldaius maylain oryur? Tal cual. Ni un previo amago de «buenos días», ni «hola», ni nada. Entonces el marinero, impasible, mientras aguanta la proa para que no toque el pantalán, responde, muy serio «Yene comprampá». La mujer lo mira desconcertada, repite la pregunta, el marinero repite «yene comprampá, señora», y como el barco ya está parado y el viento hace caer la popa a una banda, la pava le da sus amarras al marinero y se va corriendo a popa con la guía para trincar el muerto.
En ésas, el patrón ha parado el motor y se acerca a la proa, mirado preocupado el costado herrumbroso de un viejo barco de hierro que está amarrado junto a él. Tampoco hace el menor esfuerzo introductorio en lengua aborigen. Itis tuniar, dice a palo seco. ¿Haventyu a beterpleis? Y en ese momento pienso yo: tiene huevos aquí, el almirante. Como buena parte de sus compatriotas, no hace el menor esfuerzo por hablar en español, y da por sentado que todo cristo tiene que trajinar el guiri. A buenas horas iba yo a amarrar en Falmouth con la parla de Cervantes. De cualquier modo, el marinero lo mira flemático, asiente con la cabeza y dice «ahá» cuando el otro termina de hablar, luego encoge los hombros, acaba de colocar las amarras en los norays, y mirándolo a los ojos, muy claro y vocalizando, le dice: «No te entiendo, tío. Aquí, espanis langüis».
A todo esto, el viento ha hecho que la popa del barco se vaya a tomar por saco, y la negra las pasa moradas tirando del cabo del muerto para aguantarlo. «¡Aijeiv tumachwind!», grita. El marinero se la señala al inglés y le aconseja: «Vete a ver lo que dice, hombre». El inglés mira a la mujer –a la que con el esfuerzo se le ha salido medio fuera una teta espectacular–, mira alrededor, mira el costado oxidado del barco sobre el que caen y le hace gestos con las manos al marinero, acercando las palmas para indicar que están demasiado cerca. «Tuuniar», repite. «Tuuniar». El marinero se ha puesto en cuclillas, para mirar más descansado cómo el guiri se la pega. «Aquí es lo que hay», responde ecuánime. «¿Guat?», pregunta el otro. El marinero se rasca la entrepierna, sin prisa. «Si me pasas un esprín –sugiere– igual te lo sujeto.» El inglés, antes despectivo y ahora visiblemente angustiado, hace gestos de no entender y luego corre hacia popa a ayudar a la mujer a aguantar el barco, que a estas alturas está atravesado en el amarre que da pena verlo. «Plis», pregunta a gritos desde allí, desesperado y rojo por el esfuerzo de tirar del cabo. «¿Duyunotpikinglis?» Ahora, por fin, el marinero sí comprende lo que le dicen. «No», responde. «¿Y tú?... ¿Espikis espanis, italian, french, german?... ¿Nozing de nozing?» Luego, sin esperar respuesta, mete una mano en el bolsillo del pantalón, saca un paquete de tabaco, enciende con mucha parsimonia un pitillo y se vuelve hacia mí –que estoy dándoles mordiscos a los obenques para no caerme al agua de risa– y a los curiosos: un pescador, un guardia de seguridad y un mecánico de Volvo que se han ido congregando en el pantalán para mirar a la negra. «Pues no lo tiene chungo ni ná», comenta el marinero. «El colega.»
2 de octubre de 2005
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