lunes, 12 de septiembre de 2005

Autoridad y chalecos fosforitos

La verdad es que a veces somos para comernos a besos. No porque seamos mejores ni peores, sino porque salimos tan clavados a nuestro retrato, o a nuestra caricatura, que hasta el más áspero misántropo se enternece cuando observa a Pepe, a Paco o a Manolo en todo lo suyo, fieles a las esencias; por no hablar de doña Maruja o de Maripili, que también son finas. Eso para que luego digan algunos soplacirios que España no existe. Pues vaya si existe, colegas. Unas veces para lo bueno, y otras para lo malo. Según el humor con que lo pillan a uno las esencias ibéricas, unas veces te cabreas como una mona, y otras te sale la sonrisilla cómplice. Pasa como en esas películas viejas del oeste, cuando entra un pistolero en el saloon y el sheriff, acodado en la barra, va y le dice: yo de ti no lo haría, forastero; o cuando, en las telenovelas, Emilia María le suelta a Jorge Alfredo: el bebé que espero es hijo tuyo. De puro tópico, el espectador lo está esperando; así que disfruta una barbaridad, feliz por confirmar el género, dándole con el codo a la parienta al reconocer un clásico familiar de toda la vida. 

Pensé en eso el otro día, conduciendo por la autovía de Andalucía. Iba de una mala leche espantosa, pues España debe de ser el único país de Europa donde, si conduces respetando la limitación de velocidad y vuelves a la derecha cada vez que adelantas, la interminable fila de hijos de puta que pasa a ciento ochenta por el carril izquierdo te bloquea detrás de los camiones, y ya no sales en la vida. O con vida. El caso es que iba, como digo, al volante y a la defensiva, cuando, al llegar a un estrechamiento por obras, un operario –bajito, moreno– con chaleco reflectante me hizo señales de cambiar de carril. Obedecí despacio, vigilando que un Bemeuve o un Mercedes no se me metieran a toda leche por debajo del retrovisor izquierdo. Y esa lentitud en acatar las indicaciones me valió una bronca de órdago. El peón del chaleco fosforito, con gestos enérgicos, me amonestó severo, conminatorio, y al pasar a su altura lo vi increparme con mucha cólera. Como se me ocurra parar, pensé, es capaz de inflarme a hostias. 

Es el chaleco, comprendí de pronto, relacionando el asunto con otros episodios similares recientes. Es Manolo, o Paco, o como se llame, revestido de los símbolos correspondientes a la autoridad. Es la España de toda la vida. Ese amarillo o naranja reflectante equivale ahora a la gorra que en otro tiempo daba incuestionable poderío a cualquiera que la llevara en la cabeza: guarda de un parque, portero de cabaret, sereno, mozo de cuerda. Daba igual. Hasta hace poco, a un español le ponías una gorra y en el acto se sentía capitán general, como esos vigilantes espontáneos de aparcamientos, típicos de Andalucía, gorrillas sevillanos o varillas de La Línea de la Concepción, que te conminan a aparcar exactamente aquí o allí, y a rascarte el bolsillo con la autoridad torera e implacable de un sargento del Tercio, lleven gorra o no la lleven. Como aquel fulano chupaíllo y lleno de tatuajes que, en Triana, nos palmeó la espalda a mi compadre Juan Eslava y a mí, diciéndonos, superior y rumboso: «Si no lleváis suelto, tampoco pasa ná»

Quiero decir con esto que, si la clásica gorra ha caído en desuso, el chaleco reflectante hace ahora las mismas funciones. Uno lo ve de lejos y lo identifica instintivamente con la Guardia Civil, con la Policía, con la autoridad. Con la norma que te acecha personalmente en alguna parte del reglamento. Y del mismo modo, quien se lo enfunda llega a sentirse, de cierta manera, partícipe de esa autoridad. Depositario de ella: está dentro de la ley, bajo su amparo; y los otros, fuera. Observen, si no, el comportamiento de los simples ciudadanos que por alguna razón deben ponerse el chaleco, el aplomo maravilloso con el que actúan, el poderío incuestionable con que te conminan, y su indignación cuando no obedeces en el acto. Hace poco, junto a un coche detenido en la carretera, vi a un jovencito de catorce o quince años con el chaleco reflectante puesto mientras su padre reparaba una rueda pinchada, y recuerdo la impresionante autoridad con la que el chico, de pie en el arcén, desviaba el tráfico hacia la izquierda, con un firmeza y una decisión que para sí habrían querido muchos guardias civiles. Excuso decir que todos los conductores obedecíamos en el acto, acojonados. 

11 de septiembre de 2005 

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