Les aseguro que he pasado el verano intentándolo. Por primera vez desde que tecleo este panfleto semanal me he hecho una violencia inaudita. Titánica. Este año no, pensaba cada semana. Este verano voy a romper la tradición, ya hablar de cualquier otra cosa. Aprovechando que Javier Marías se había quitado de en medio, el perro inglés, yéndose a descansar a la pérfida Albión —en agosto recibí una provocadora postal suya con el careto de Nelson—, y que tampoco él iba a mencionar el tema que en nuestras respectivas páginas era materia de cada verano, decidí mantenerme firme. Nada de artículos sobre la vestimenta playera, me dije; como aquel, tal vez lo recuerden, que un año titulé Somos feos. Esta vez no, decidí. Los colorines y las gorras de béisbol al revés, como si no los viera. No más insultos a la moda decontracté. Así me ahorraré cartas de lectores descontentos. Benevolencia, Arturín. Caridad y benevolencia. Acuérdate de la viga en el propio, etcétera. No te metas, y que se pongan lo que les salga de las partes contratantes de la primera parte.
Pero no puedo. Lo he intentado, y no hay manera. Les juro por el cetro de Ottokar que todos y cada uno de los días que pisé la calle este pasado verano lo hice con la mejor intención, animado por fraternales deseos de buscar el lado positivo. De pasear por un mercadillo de localidad playera e ir besando a la gente en la boca, smuac, smuac, alabando la camiseta de éste, los calzones floridos de aquel, el bodi fosforito de la tal otra. Pongo a Dios por testigo de que anduve con la mejor intención del mundo y una sonrisa solidaria en la boca, tal que así, como la de Sergio y Estibaliz, pese a que a mí esa sonrisa me daba una expresión de absoluta imbecilidad; pero dispuesto a quererlos a todos. Pragmático y bien dispuesto hasta la náusea. Asco me daba de lo tolerante que iba. Pero no pude. Lo intenté, pero no pude.
Y es que hubo un tiempo en que la gente se vestía de acuerdo con su físico y personalidad; según gustos, educación y cosas así. Ahora, la educación, los gustos, la personalidad y hasta el aspecto físico, vienen dictados por la moda comercial y las revistas y las series de televisión. La ordinariez es la norma, no existe el menor criterio selectivo, y todo en principio vale para todos. Es como si la ropa la arrojasen a voleo sobre la gente, pito, pito, gorgorito; y lo triste del fenómeno es que dista mucho de ser casual, pues cada uno de esos horrores que vemos por la calle ha sido probado y remirado muchas veces ante un espejo. De modo que, hasta esta presunta desinhibición e informalidad son artificiales, más falsas que la sonrisa de mi primo Solana. Por eso el verano es el gran pretexto, y el personal se atreve a cosas inauditas. Este verano he visto, como le diría Kurtz a Harrison Ford en un híbrido surrealista de Blade Runner y El corazón de las tinieblas, horrores que creí no ver jamás. He visto combinaciones de prendas y colores alucinantes. He visto clónicos del conde Lecquio con polo de la Copa América y zapatos náuticos y pantalón de raya corto hasta la rodilla y pantorrilla peluda que me han quitado de golpe las ganas de cenar. He visto a una tía en bañador, y pareo cortito por la calle principal de una ciudad cuya playa más cercana estaba a cincuenta kilómetros. He visto enanos raperos con zapatillas de luces rojas intermitentes, que pedían a gritos encontrarse con un neonazi majareta de Illinois armado con un AK-47. He visto venerables ancianos con piernecillas blancas y pelo gris, gente que hizo guerras civiles y trabajó honradamente y tuvo hijos y nietos, vestidos para el paseo vespertino con bermudas de colores y una camiseta de Expediente X. He visto impúberes parvulitas con suelas de palmo y medio y tatuajes hasta en el chichi. He visto maridos que paseaban, orgullosos, a legítimas vestidas de diez mil y la cama aparte. He visto morsas de noventa kilos con pantalones de lycra ceñidos por abajo y bodis ceñidos por arriba, derramando pliegues de grasa que habrían hecho la fortuna de un barco ballenero. He visto injertos de Andrés Pajares y el Fary propios de la isla del Doctor Moreau.
Así que un año más, me veo en la obligación de confirmarles que no es sólo que seamos feos. Lo nuestro no es un simple presente de subjuntivo plural que podría interpretarse como veraniego y casual. Lo nuestro es que seguimos siendo feos con contumacia, a ver si me entienden. Feos y ordinarios con premeditación y alevosía. Feos sin remedio. Y además —eso es lo más grotesco del asunto— previo pago de su importe.
12 de septiembre de 1999
Pero no puedo. Lo he intentado, y no hay manera. Les juro por el cetro de Ottokar que todos y cada uno de los días que pisé la calle este pasado verano lo hice con la mejor intención, animado por fraternales deseos de buscar el lado positivo. De pasear por un mercadillo de localidad playera e ir besando a la gente en la boca, smuac, smuac, alabando la camiseta de éste, los calzones floridos de aquel, el bodi fosforito de la tal otra. Pongo a Dios por testigo de que anduve con la mejor intención del mundo y una sonrisa solidaria en la boca, tal que así, como la de Sergio y Estibaliz, pese a que a mí esa sonrisa me daba una expresión de absoluta imbecilidad; pero dispuesto a quererlos a todos. Pragmático y bien dispuesto hasta la náusea. Asco me daba de lo tolerante que iba. Pero no pude. Lo intenté, pero no pude.
Y es que hubo un tiempo en que la gente se vestía de acuerdo con su físico y personalidad; según gustos, educación y cosas así. Ahora, la educación, los gustos, la personalidad y hasta el aspecto físico, vienen dictados por la moda comercial y las revistas y las series de televisión. La ordinariez es la norma, no existe el menor criterio selectivo, y todo en principio vale para todos. Es como si la ropa la arrojasen a voleo sobre la gente, pito, pito, gorgorito; y lo triste del fenómeno es que dista mucho de ser casual, pues cada uno de esos horrores que vemos por la calle ha sido probado y remirado muchas veces ante un espejo. De modo que, hasta esta presunta desinhibición e informalidad son artificiales, más falsas que la sonrisa de mi primo Solana. Por eso el verano es el gran pretexto, y el personal se atreve a cosas inauditas. Este verano he visto, como le diría Kurtz a Harrison Ford en un híbrido surrealista de Blade Runner y El corazón de las tinieblas, horrores que creí no ver jamás. He visto combinaciones de prendas y colores alucinantes. He visto clónicos del conde Lecquio con polo de la Copa América y zapatos náuticos y pantalón de raya corto hasta la rodilla y pantorrilla peluda que me han quitado de golpe las ganas de cenar. He visto a una tía en bañador, y pareo cortito por la calle principal de una ciudad cuya playa más cercana estaba a cincuenta kilómetros. He visto enanos raperos con zapatillas de luces rojas intermitentes, que pedían a gritos encontrarse con un neonazi majareta de Illinois armado con un AK-47. He visto venerables ancianos con piernecillas blancas y pelo gris, gente que hizo guerras civiles y trabajó honradamente y tuvo hijos y nietos, vestidos para el paseo vespertino con bermudas de colores y una camiseta de Expediente X. He visto impúberes parvulitas con suelas de palmo y medio y tatuajes hasta en el chichi. He visto maridos que paseaban, orgullosos, a legítimas vestidas de diez mil y la cama aparte. He visto morsas de noventa kilos con pantalones de lycra ceñidos por abajo y bodis ceñidos por arriba, derramando pliegues de grasa que habrían hecho la fortuna de un barco ballenero. He visto injertos de Andrés Pajares y el Fary propios de la isla del Doctor Moreau.
Así que un año más, me veo en la obligación de confirmarles que no es sólo que seamos feos. Lo nuestro no es un simple presente de subjuntivo plural que podría interpretarse como veraniego y casual. Lo nuestro es que seguimos siendo feos con contumacia, a ver si me entienden. Feos y ordinarios con premeditación y alevosía. Feos sin remedio. Y además —eso es lo más grotesco del asunto— previo pago de su importe.
12 de septiembre de 1999
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