Llevo siete semanas emborrachándome con Quevedo. No salgo del barrio, calle Francos a calle Cantarranas, mentidero de Representantes al corral del Príncipe y al de la Cruz, donde el otro día vi comedia nueva de Tirso en compañía de Iñigo Balboa y el capitán Alatriste; que, por cierto, llegó tarde porque venía de batirse en la cuesta de la Vega. Hoy me topé con ese autor joven, Calderón, en el figón de La Tenaza, y luego encontré a Alonso de Contreras en el jardincillo de Lope, bebiendo Pedro Ximénez bajo el naranjo, mientras alguien contaba que Góngora agoniza en Córdoba, y Quevedo, despiadado hasta el final, lo despedía con un crudelísimo soneto. Di un paseo hasta la esquina, y estuve parado frente a la casa de don Miguel de Cervantes. Después anduve por el mentidero, entre bellas actrices que salían de misa, estudiantes con manojos de versos asomando de los bolsillos, el zapatero Tabarca y los mosqueteros haciendo tertulia en su zaguán, y el teniente de alguaciles Martín Saldaña con su ronda de corchetes, feliz porque al corregidor Álvarez del Manzano, me contó, lo echan a la calle de una puñetera vez. Y es que ya dije alguna vez que lo mejor de escribir una novela es cuando la inventas: cuando vas por ahí buscando escenarios e imaginando cosas mientras lees, tomas notas, hablas con la gente, miras. Mientras metes más amigos y más aventuras en tu vida y tu memoria. Ahora vuelvo a encontrar a los viejos camaradas cuya historia dejé en suspenso tras el asalto a un galeón cargado con oro de las Indias. Dos años es mucho tiempo, y tuve que buscarlos uno por uno en las tabernas, en la calle del Arcabuz, en las gradas de San Felipe. Por allí andaban, como de costumbre, buscándose la vida entre versos y estocadas. Con el mapa de Texeira sobre la mesa y pilas de libros alrededor, vuelvo a internarme por aquel Madrid peligroso y fascinante. Qué momento, pardiez. Qué siglo y qué barrio. Entre la calle del Prado y la de Huertas, a los pocos pasos quedas abrumado con la huella de quienes allí vivieron, escribieron, odiaron con toda su bilis -eran españoles, naturalmente- y murieron. Ninguna otra lengua tiene un santuario callejero tan preciso y localizado como aquí la nuestra. Nadie conoció nunca otra concentración semejante de talento y de gloria. Ahí está el lugar, esquina con Atocha, donde se hizo la edición príncipe de la primera parte de El Quijote. Y a este lado, la casa de la calle Francos -hoy Cervantes- donde Lope de Vega vivió los últimos años y escribió sus últimas comedias. En la calle del Niño -hoy Quevedo- moró don Francisco de Quevedo; y también su arruinado y culterano enemigo, Góngora, hasta que el otro adquirió la casa para darse el cruel gustazo de echarlo a la calle. En el bar de patatas bravas de la calle de la Cruz uno puede tomarse una caña exactamente en el lugar que ocupó el corral de comedias donde estrenaban Calderón, Lope y Tirso. La calle del León sigue llamándose, cuatro siglos después, igual que cuando paseaban por ella Alarcón, Vélez de Guevara, Guillén de Castro y Quiñones de Benavente; y, a poca imaginación que se le eche, uno puede codearse en cualquier bar con Juan Rana, Jusepa Vaca o La Calderona. En la esquina de esa misma calle con la antigua de Francos, una lápida señala dónde vivió y murió, pobre y olvidado, el buen Cervantes. Y, a pocos pasos de allí, Cantarranas abajo -hoy Lope de Vega-, está el convento de las Trinitarias donde profesaron una hija de Cervantes y otra de Lope: el sitio donde las cenizas del desdichado don Miguel descansan en lugar ignorado, oscuramente, sin apenas homenaje público de una España tan desmemoriada y miserable ahora como entonces. Todos ellos siguen ahí, en pocos metros y unas cuantas calles, al alcance de cualquiera que vaya en su busca. Si ustedes se animan, no esperen itinerarios oficiales, ni muchas placas señalando personajes, ni cosas así. En la del Niño, por ejemplo, donde vivió Quevedo, no hay nada. Sería distinto en Francia, Alemania, Italia o Inglaterra. Pero esto es la puta España. Aquí, Operación Triunfo sale en las páginas de Cultura de los diarios, y a las ministras del ramo Quevedo les cae un poquito lejos, salvo que toque centenario, o milenario, o una de esas mierdas conmemorativas donde se derrocha viruta para salir en el telediario y para que la gente haga colas, y vea o lea amontonada y en una semana lo que puede ver o leer todos los días del año. Pero bueno. El toque francotirador le da más encanto a la cosa, y la ventaja es que no hay quinientos turistas japoneses en cada esquina. Así que pasen de placas y de ministras. Bastan un plano de Madrid, un par de libros, una tarde libre. Y entonces caminen tranquilos, atentos, en busca de tantas vidas geniales y tantas nobles voces. Lean dos líneas de El Quijote frente a la tumba de Cervantes, una jácara de Quevedo en la taberna del León, unos versos de Lope ante unas patatas bravas en la calle de la Cruz. Organicen su propio homenaje centenario privado, por la cara. Y al ministerio de Cultura, que le vayan dando.
15 de septiembre de 2002
15 de septiembre de 2002
1 comentario:
Buenísimo, Arturo.
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