domingo, 8 de diciembre de 2002

Esa chusma del mar


Miro la foto del Prestige hundiéndose en el Atlántico, y la del capitán Apóstolos Maguras en tierra, entre dos picoletos, con una ruina que se va de vareta -ruinakos totalis lakagastis, capitánides-, y me digo que, pese a la modernidad, a los satélites y a todas esas cosas, el mar sigue siendo lo que siempre fue: un mundo hostil, de una maldad despiadada, del que los dioses emigraron hace diez mil años. Un sitio con reglas estrictas, incluido que a partir de cierto punto no hay reglas y todo se vuelve puro azar. Océanos que dan de comer, enriquecen, arruinan y matan a quienes los navegan. Cambian los tiempos y los modos, claro. Ahora todo eso está informatizado, cotiza en bolsa, abre telediarios, y hasta la prensa rosa disparata a título de experta en la materia. Ahora, también, los daños ecológicos, en un planeta gris que se está yendo a tomar por saco sin remedio, son más devastadores e irreparables. Pero al margen de la ecología, la incompetencia gubernamental, la demagogia, la ignorancia, las buenas intenciones, la legislación marítima y otros etcéteras, las cosas son como siempre fueron. El mar siguen navegándolo y explotándolo quienes se buscan el jornal, pasándose a veces por el forro las normas y los principios porque tienen letras que pagar, hijos a los que alimentar, Bemeuves que ambicionar, señoras caras a las que calzarse; y, frente a eso, a muchos el mañana les importa una mierda. Más o menos como quienes se lo montan en tierra. Lo que pasa es que, a veces, en un barco se nota más. Y los marinos golfos quedan bien en las novelas de aventuras, pero fatal en titulares de prensa cuando meten la gamba: contrabandistas, mercenarios, piratas. Qué cosas. Casi nadie ha dicho estos días que el capitán Maguras se arrimó a la costa haciendo lo que muchos marinos harían en un temporal con un buque averiado: proteger los intereses de su armador y buscar un puerto o un refugio para la tripulación, el barco y la carga.

Los conozco un poquito nada más, pero me vale. Primero, cuando joven lector, gracias a novelas como esa de Traven, El barco de la muerte, o el Lord Jim de Conrad, que explican muy bien de qué va la cosa -navegar literariamente a bordo del Yorikke o del Patna enseña mucho-. Más tarde, como cualquiera que frecuente el mar y los puertos, me los topé aquí y allá, con sus viejos cascarones oxidados y el nombre repintado cuatro o cinco veces, luciendo matrículas y pabellones no ya de conveniencia, sino imposibles. Los he visto limpiando sentinas o tanques entre una mancha de petróleo, varados en playas de África y América como buques fantasmas, abandonados en muelles con o sin tripulación, apresados con toneladas de droga dentro. Escucho las charlas de sus tripulantes por radio -Mario, filipino monkey, nazarovia y todo eso-las noches que estoy de guardia en el mar, las velas arriba, vigilando sus putas luces roja y verde que no me maniobran nunca. También hay experiencias más concretas; como el caso del Tintore, mi primer contacto, hace treinta y cuatro años, con un barco raro -igual lo cuento un día si estoy bastante mamado-: O aquello que recordará Paco el Piloto: lo de Juanito Caminador y la isla de Escombreras por el lado de afuera. O lo del bar Sunderland, en Rosario, la noche del barco que se hundió, glub, glub, justo cuando iba a caducarle el seguro, O ese amigo que se forró traficando con crudo nigeriano y una vez me hizo un favor en Malabo. O los pedazos de chatarra flotante cargados con armas y comida, a cuyos armadores y capitanes solté una pasta gansa -dólares del diario Pueblo para que me embarcaran en puertos griegos, turcos y chipriotas rumbo a Sidón, Beirut o Junieh, cuando la guerra del Líbano a finales de los setenta y principios de los ochenta, incluido el capitán Georgos -en La carta esférica aparece bajo el nombre de Sigur Raufoss-, que en la madrugada del 2 de julio de 1982, burlando el bloqueo israelí, le jugó la del chino a una patrullera, conmigo a bordo, sentado sobre mi mochila el cubierta y bastante acojonado por cierto, diez millas a poniente de la farola de Ramkin Islet.

Resumiendo: algunos, una panda de cabrones. Pero el mar es su medio de vida, y seguirán ahí mientras haya algo que flote para subirse encima y sacarle un beneficio. Por muchas vueltas de tuerca que den las leyes, siempre quedarán rendijas por donde cierta chusma y ciertos barcos seguirán colándose en el telediario y en nuestras vidas. Trampeando, contaminando. Pero, entre toda la cuerda de golfos, los tipos como el capitán Apóstolos Magura y sus filipinos -éstos suelen ser buenos marineros: no vayan a creer- me caen mejor que otros. Sobre todo porque son ellos los que se la juegan, pagan el pato y hasta se ahogan cuando se tercia; nunca, o casi nunca, los cerdos de secano atrincherados en despachos de armadores, fletadores y sociedades interpuestas en paraísos fiscales sin olvidar a tantísimas autoridades marítimas funcionarios corruptos, que son quienes de ven retuercen las leyes, hacen negocio sin mojarse, trincan del mar una tela marinera.

8 de diciembre de 2002

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