El hombre del pijama
La semana pasada, los compañeros de XLSemanal me hicieron el honor de publicar algunas viejas fotos de guerra que hice en mis años mozos. Fue un amable repaso a mi juventud, que agradezco mucho. Sin embargo, al verlas publicadas no pude evitar pensar en las fotos que jamás llegaron a serlo porque no las tomé, o incluso en imágenes que tengo nítidas en la memoria, perfectamente registradas, pero que no estuvieron dentro de mis cámaras. Fotografías que nunca hice.
Una de esas fotos no hechas es uno de mis recuerdos profesionales más antiguos. Ocurrió en 1976. Regresaba de la batalla de Tal Zaatar, un lugar del norte de Beirut donde las tropas palestinas y las cristianas libanesas se habían enfrentado con mucha dureza, en lo que fue una cruel pesadilla para la población civil atrapada en los combates. La batalla acababa de terminar, y cuatro soldados cristianos del grupo Tanzim con los que yo había estado me llevaban de vuelta a mi hotel en el barrio de Acherafieh, que era el Alexandre. Ya había luz, aunque el sol no asomaba aún; y en una esquina cerca de la plaza Sassine, junto a una casa en ruinas, descubrimos un pequeño puesto donde vendían maanuch, esa especie de pizza libanesa con tomillo y aceite, típica para el desayuno. Así que nos detuvimos a comer algo.
Estábamos en ello cuando, al extremo de la calle, oímos gritos y observamos movimiento. Había milicianos armados, así que nos acercamos a mirar. Debo precisar que eran muy malos días: la guerra civil estaba en todo lo suyo, había matanzas y ejecuciones por todas partes, y a las masacres perpetradas por izquierdistas y palestinos se añadían las del bando contrario. Allí todos ajustaban cuentas. Unos habían asesinado en la Quarantina y otros en Damour, y todavía quedaba mucho por venir. Como en todas las guerras civiles, mientras unos luchaban y morían en combate, otros se dedicaban a robar y matar en la retaguardia. Y los que alborotaban aquel amanecer eran de esa clase. Criminales emboscados, cobardes y carroñeros.
Fuimos a ver lo que pasaba, como digo. Había tres mujeres gritando y llorando en una ventana, y abajo, en la calle, los milicianos rodeaban a un hombre en torno a los cincuenta años, al que era evidente acababan de sacar de la cama: tenía el pelo revuelto, la piel grasienta, los ojos aún adormilados, y vestía un arrugado pijama de rayas marrones y blancas. Lo hacían caminar a empujones hacia un callejón lleno de basura, apuntándole con fusiles de asalto M-16. Me fijé en un detalle –a veces uno se fija en cosas absurdas que al final no lo son tanto– que todavía hoy recuerdo bien: llevaba un pie calzado con una babucha y la otra la sostenía en una mano; sin duda se le había salido con los empujones y no le dejaban ponérsela. Los milicianos eran una docena y tenían una expresión nueva para mí, pero que luego vería en muchos lugares distintos: el gesto sombrío, inexpresivo, despiadado, de quien se dispone a asesinar sin alardes ni complejos. Como un frío acto mecánico.
Por mero instinto profesional, sin pensarlo siquiera, busqué una cámara en mi bolsa. Y entonces César Karame, el jefe de mi grupo, me puso una mano en un brazo. Ni se te ocurra, susurró. Si intentas sacar una foto, te matan a ti también. Así que me quedé paralizado, justo en el momento en que los milicianos y su prisionero pasaban por delante. Fue entonces cuando su jefe se fijó en mí y le preguntó a César quién era yo. «Sahafi aspani», dijo éste. Periodista español. El otro repitió «aspani», como pensándolo, me miró de nuevo y siguió adelante sin más comentarios.
Fue entonces cuando también el hombre del pijama me miró, y cuando yo no le hice la foto que, sin embargo, está nítida en mi memoria. Clavó en mí sus ojos, y no había en ellos, les doy mi palabra, miedo ni inquietud ante lo que le esperaba. Lo que leí allí fue una especie de asombrada indignación. De educada cólera. No era horror ante su destino –vi esa mirada en otros, más tarde, y aprendí a reconocerla–, sino dignidad ofendida. Algo así como si me dijera: oiga, usted que es de afuera de esta locura, fíjese cómo se comportan estos salvajes. Fíjese qué clase de gentuza me va a matar.
Y así es como lo recuerdo. Alejándose empujado por los milicianos, con su pijama arrugado, un pie descalzo y la babucha en una mano, mientras me tomaban del brazo para alejarme de allí. Tampoco olvido los disparos que escuchamos mientras subíamos a nuestra abollada camioneta, ni a César y sus compañeros que evitaban mirarme, avergonzados.
Estábamos en ello cuando, al extremo de la calle, oímos gritos y observamos movimiento. Había milicianos armados, así que nos acercamos a mirar. Debo precisar que eran muy malos días: la guerra civil estaba en todo lo suyo, había matanzas y ejecuciones por todas partes, y a las masacres perpetradas por izquierdistas y palestinos se añadían las del bando contrario. Allí todos ajustaban cuentas. Unos habían asesinado en la Quarantina y otros en Damour, y todavía quedaba mucho por venir. Como en todas las guerras civiles, mientras unos luchaban y morían en combate, otros se dedicaban a robar y matar en la retaguardia. Y los que alborotaban aquel amanecer eran de esa clase. Criminales emboscados, cobardes y carroñeros.
Fuimos a ver lo que pasaba, como digo. Había tres mujeres gritando y llorando en una ventana, y abajo, en la calle, los milicianos rodeaban a un hombre en torno a los cincuenta años, al que era evidente acababan de sacar de la cama: tenía el pelo revuelto, la piel grasienta, los ojos aún adormilados, y vestía un arrugado pijama de rayas marrones y blancas. Lo hacían caminar a empujones hacia un callejón lleno de basura, apuntándole con fusiles de asalto M-16. Me fijé en un detalle –a veces uno se fija en cosas absurdas que al final no lo son tanto– que todavía hoy recuerdo bien: llevaba un pie calzado con una babucha y la otra la sostenía en una mano; sin duda se le había salido con los empujones y no le dejaban ponérsela. Los milicianos eran una docena y tenían una expresión nueva para mí, pero que luego vería en muchos lugares distintos: el gesto sombrío, inexpresivo, despiadado, de quien se dispone a asesinar sin alardes ni complejos. Como un frío acto mecánico.
Por mero instinto profesional, sin pensarlo siquiera, busqué una cámara en mi bolsa. Y entonces César Karame, el jefe de mi grupo, me puso una mano en un brazo. Ni se te ocurra, susurró. Si intentas sacar una foto, te matan a ti también. Así que me quedé paralizado, justo en el momento en que los milicianos y su prisionero pasaban por delante. Fue entonces cuando su jefe se fijó en mí y le preguntó a César quién era yo. «Sahafi aspani», dijo éste. Periodista español. El otro repitió «aspani», como pensándolo, me miró de nuevo y siguió adelante sin más comentarios.
Fue entonces cuando también el hombre del pijama me miró, y cuando yo no le hice la foto que, sin embargo, está nítida en mi memoria. Clavó en mí sus ojos, y no había en ellos, les doy mi palabra, miedo ni inquietud ante lo que le esperaba. Lo que leí allí fue una especie de asombrada indignación. De educada cólera. No era horror ante su destino –vi esa mirada en otros, más tarde, y aprendí a reconocerla–, sino dignidad ofendida. Algo así como si me dijera: oiga, usted que es de afuera de esta locura, fíjese cómo se comportan estos salvajes. Fíjese qué clase de gentuza me va a matar.
Y así es como lo recuerdo. Alejándose empujado por los milicianos, con su pijama arrugado, un pie descalzo y la babucha en una mano, mientras me tomaban del brazo para alejarme de allí. Tampoco olvido los disparos que escuchamos mientras subíamos a nuestra abollada camioneta, ni a César y sus compañeros que evitaban mirarme, avergonzados.
27 de enero de 2019
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