No sé cómo se lo montan los guiris, pero aquí somos maestros en el arte de escurrir el bulto. En ese difícil encaje de bolillos, España ha sido siempre el país del yo no he sido y del no quería pero me obligaron. Y tengo, voto a tal, verdaderas ganas de que en alguna ocasión, cuando sale el tiro por la culata, alguien se asome donde corresponda y diga en voz alta y clara: «Es cosa mía, y asumo la responsabilidad». Este verano, dándole a la tecla, anduve a vueltas con libros y revistas sobre los últimos cien años. Y les juro a ustedes que, viendo largar a la gente de la época, parece que no haya pasado el tiempo. Todo igualito que ahora. Al día siguiente de los desastres de Cuba y Filipinas, non plus ultra de la ineptitud y la poca vergüenza, aquí ni había pasado nada ni nadie tenía la culpa. Y hasta la prensa de entonces, que con su frívola irresponsabilidad estuvo alentando aquella guerra suicida y absurda, miraba para otro lado y hablaba de otra cosa, como sí se hubiera limitado a pasar por allí.
En 1921, calcado lo mismo. Todo un ejército se desmoronó en Annual, los moros nos mataron en un par de días a 8.000 hombres, cogiendo prisionero a un general -otro se suicidó- y a un centenar de jefes y oficiales, que salvaron la vida mientras a los soldaditos los degollaban ante sus ojos como si fueran corderos. Y como de costumbre, salvo un expediente y un par de destituciones de chichinabo, nadie asumió la responsabilidad ni dijo oigan, es cosa mía. Tendrían ustedes que ver a mis primos, en las fotos de las revistas ilustradas, con sus chaqués y sus chisteras y sus honorables bigotes, mirando muy serios a la cámara en el veraneo de San Sebastián, o en la exposición de automóviles inaugurada por su majestad el rey. El hato de irresponsables y de sinvergüenzas.
En fin. Basta recorrer el último siglo hacia adelante o hacia atrás, para encontrar ejemplos a mogollón: aceite de colza, Matesa, el Barranco del Lobo, Sofico, Ifhi, lapresa de Tous, la quema de conventos, el Sahara, Gibraltar, nuestra segunda pérdida de Hispanoamérica, la reforma educativa, Casas Viejas, Paracuellos, el desmantelamiento industrial, el cultural o el del lucero del alba. Aqui siempre es lo mismo: llega un fulano, o una fulana, pone patas arriba el cotarro, trinca -a veces es tan imbécil que ni siquiera pretendía eso-, dice adiós muy buenas y se larga, y las reclamaciones al maestro armero. Después nadie sabe nada, ni ha visto nada, ni les suena su cara. Y la factura la pagan los de siempre, mientras los golfos apandadores que hacen experimentos con vidas y haciendas -mejor los harían con la gaseosa de su puta madre- no reconocen jamás un error, una responsabilidad, una firma. Puestos a no asumir, ni siquiera las malas bestias de la dirección de ETA asumen cuando la cagan.
Todo eso deriva, a mi juicio, de la inseguridad y la propia certeza de la chapuza. Alguien seguro de lo que hace, convencido de que su actuación es la correcta y dispuesto a asumir con honradez las consecuencias, enfrenta la cara o la cruz de modo distinto al que va de soslayo, rumiando ya cómo quitarse de en medio si las cosas salen mal, o cómo llevarse cruda la pasta que genere el negocio. Y si esa inseguridad, esa mala conciencia, esa falta de convicción personal se alía con la ausencia de coraje, entonces apaga y vámonos. Porque, salvo contadísimas excepciones, los políticos son cobardes. Son muy cobardes, y por eso sobreviven a veces tanto tiempo, agazapados en su ángulo de la foto, con esas caras que algunos tanto se curran ellos mismos a pulso, y que suelen ser elocuente espejo de sus almas. A una viejecita, por ejemplo, la flambean en Lequeitio al ir a la compra, los colegios públicos se van a tomar por saco, Cuba se pone a hablar inglés, los integristas proclaman la república islámica de Melilla, y aquí nadie tiene la culpa de nada, o se le echa con hábil presteza al vecino más próximo, a Felipe II, a la devaluación del dólar, a la prensa canallesca o al Rh de Indíbil y Mardonio. Otro verbigracia tonto: se imaginan lo mucho que nos habría evitado don Felipe González si hubiera salido hace unos años en la tele, diciendo: «Lo del GAL lo asumo yo, por razón de Estado»?... Pero órdagos como ése son inimaginables, porque no resultan propios de su bonito oficio. Que es el oficio más viejo del mundo.
7 de septiembre de 1997
En 1921, calcado lo mismo. Todo un ejército se desmoronó en Annual, los moros nos mataron en un par de días a 8.000 hombres, cogiendo prisionero a un general -otro se suicidó- y a un centenar de jefes y oficiales, que salvaron la vida mientras a los soldaditos los degollaban ante sus ojos como si fueran corderos. Y como de costumbre, salvo un expediente y un par de destituciones de chichinabo, nadie asumió la responsabilidad ni dijo oigan, es cosa mía. Tendrían ustedes que ver a mis primos, en las fotos de las revistas ilustradas, con sus chaqués y sus chisteras y sus honorables bigotes, mirando muy serios a la cámara en el veraneo de San Sebastián, o en la exposición de automóviles inaugurada por su majestad el rey. El hato de irresponsables y de sinvergüenzas.
En fin. Basta recorrer el último siglo hacia adelante o hacia atrás, para encontrar ejemplos a mogollón: aceite de colza, Matesa, el Barranco del Lobo, Sofico, Ifhi, lapresa de Tous, la quema de conventos, el Sahara, Gibraltar, nuestra segunda pérdida de Hispanoamérica, la reforma educativa, Casas Viejas, Paracuellos, el desmantelamiento industrial, el cultural o el del lucero del alba. Aqui siempre es lo mismo: llega un fulano, o una fulana, pone patas arriba el cotarro, trinca -a veces es tan imbécil que ni siquiera pretendía eso-, dice adiós muy buenas y se larga, y las reclamaciones al maestro armero. Después nadie sabe nada, ni ha visto nada, ni les suena su cara. Y la factura la pagan los de siempre, mientras los golfos apandadores que hacen experimentos con vidas y haciendas -mejor los harían con la gaseosa de su puta madre- no reconocen jamás un error, una responsabilidad, una firma. Puestos a no asumir, ni siquiera las malas bestias de la dirección de ETA asumen cuando la cagan.
Todo eso deriva, a mi juicio, de la inseguridad y la propia certeza de la chapuza. Alguien seguro de lo que hace, convencido de que su actuación es la correcta y dispuesto a asumir con honradez las consecuencias, enfrenta la cara o la cruz de modo distinto al que va de soslayo, rumiando ya cómo quitarse de en medio si las cosas salen mal, o cómo llevarse cruda la pasta que genere el negocio. Y si esa inseguridad, esa mala conciencia, esa falta de convicción personal se alía con la ausencia de coraje, entonces apaga y vámonos. Porque, salvo contadísimas excepciones, los políticos son cobardes. Son muy cobardes, y por eso sobreviven a veces tanto tiempo, agazapados en su ángulo de la foto, con esas caras que algunos tanto se curran ellos mismos a pulso, y que suelen ser elocuente espejo de sus almas. A una viejecita, por ejemplo, la flambean en Lequeitio al ir a la compra, los colegios públicos se van a tomar por saco, Cuba se pone a hablar inglés, los integristas proclaman la república islámica de Melilla, y aquí nadie tiene la culpa de nada, o se le echa con hábil presteza al vecino más próximo, a Felipe II, a la devaluación del dólar, a la prensa canallesca o al Rh de Indíbil y Mardonio. Otro verbigracia tonto: se imaginan lo mucho que nos habría evitado don Felipe González si hubiera salido hace unos años en la tele, diciendo: «Lo del GAL lo asumo yo, por razón de Estado»?... Pero órdagos como ése son inimaginables, porque no resultan propios de su bonito oficio. Que es el oficio más viejo del mundo.
7 de septiembre de 1997
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