Como ciudad, reconozco que es infame. Sucia, molesta, siempre llena de obras, de andamios, vallas y zanjas que te acechan con toda la insidia del mundo, esperando que caigas en una de ellas y te rompas una pierna. El tráfico puede volver majareta a cualquiera, agravado por la mala educación que alcanza también a la gente que camina por las aceras. Vivo fuera de Madrid desde hace quince años, en lo que antes se llamaba sierra y ahora se ha convertido, a trechos, en una especie de prolongación monstruosa de la urbe. Cuando estoy allí bajo sólo una o dos veces por semana, y cada vez que lo hago sigo sintiéndome como el paleto de aquellas películas en blanco y negro de José Luis Ozores y Tony Leblanc, con la boina y la garrota, acojonado por el estruendo y el trajín de la capital.
Hay, sin embargo, dos barrios que me reconcilian con Madrid. Uno es el espacio que media entre la glorieta de Atocha y la cuesta de Claudio Moyano hasta Recoletos y el café Gijón, incluyendo ese magnífico triángulo compuesto por el Prado, el Thyssen y el Reina Sofía, los hoteles Ritz y Palace, el Jardín Botánico, los anticuarios de la calle del Prado, el Retiro, Cibeles y la Puerta de Alcalá. Ese Madrid, elegante, poblado de árboles, denso de cultura y de parques para pasear, leer, mirar a la gente, se complementa con otro, comprendido entre la Puerta del Sol, ópera y el Palacio Real, por una parte, y las Vistillas, la Puerta de Toledo, Embajadores, Tirso de Molina y la plaza de Santa Ana por la otra; perímetro castizo que contiene el Rastro, la plaza Mayor y el llamado barrio de los Austrias. Ahí, a poco que uno callejee y sepa mirar, pueden sentirse todavía los ecos del Madrid de siempre; ese Madrid de portera, gato y taberna donde aún es posible revivir, en cada esquina, las mejores páginas de nuestro teatro y nuestra novela, desde Lope y Tirso a Moratín, Baraja, Valle-Inclán o Galdós.
Hay, sobre todo, dos momentos en que esa parte de la ciudad me parece bellísima: las mañanas azules y frías de invierno, cuando el sol se refleja en los espejos del café Gijón, y afuera templa un poco las viejas piedras bajo ese cielo que parece pintado por Velázquez, y llena de luz los bancos del Prado y los tenderetes de libros viejos de la cuesta Moyano. El otro momento mágico son las noches de verano, cuando el aire es tibio, y la ciudad invita a caminar por la cuesta del Nuncio, sentarse a tomar una horchata en las Vistillas, viajar en el tiempo entre los arcos centenarios de los soportales de la plaza Mayor, tapear en la Cava Baja o tomarse una cerveza en la plaza de Santa Ana. En esos lugares y esos momentos, Madrid se vuelve ciudad abierta a las gentes y al tiempo; escenario entrañable dónde la Historia, lo pasado y lo de ahora, parecen fundirse suave, naturalmente. No se trata, como en otras capitales europeas mucho más bellas, de escenografías cuidadosamente dispuestas para turistas; sino de un espacio de una sencillez y una humanidad cautivadoras, que con el primer vistazo y la primera sensación uno comprende que está ahí porque siempre estuvo ahí. Porque ni la estupidez, ni la desmemoria, ni la especulación, han podido asesinarlo.
También el factor humano tiene mucho que ver con todo eso. Porque a tales horas y en tales lugares, se da una curiosa sintonía mimética, una complicidad singular entre la gente y el paisaje urbano de estos barrios y lugares. Todo lo áspero del otro Madrid se desvanece aquí; como esos ríos africanos donde, en tiempo de sequía, los animales acuden a beber con el compromiso tácito de no atacarse allí los unos a los otros. Del mismo modo, Madrid se descubre entonces como lo que de verdad es: una especie de legión extranjera donde cualquiera es bien recibido, y nadie pregunta por la lengua, el origen ni el Rh. Aquí nada importa tu vida anterior. Y la palabra patria se vuelve, de pronto, algo asombrosamente simple y agradable: las cosas que tienes en común con el otro, el chato de vino compartido sobre el mármol húmedo de la tasca, la gente que conversa de mesa a mesa en las terrazas de los bares, la pareja de edad madura que baila un pasodoble en la verbena de las Vistillas, mirándose a los ojos como si aún siguiera vivo, y gracias a ellos lo está, aquel Madrid del Felipe y la Mari Pepa que sus abuelos -todos nuestros abuelos- tarareaban con las zarzuelas.
Por eso me gusta ese Madrid. Porque es lo que podría ser España, si la dejaran.
14 de septiembre de 1997
Hay, sin embargo, dos barrios que me reconcilian con Madrid. Uno es el espacio que media entre la glorieta de Atocha y la cuesta de Claudio Moyano hasta Recoletos y el café Gijón, incluyendo ese magnífico triángulo compuesto por el Prado, el Thyssen y el Reina Sofía, los hoteles Ritz y Palace, el Jardín Botánico, los anticuarios de la calle del Prado, el Retiro, Cibeles y la Puerta de Alcalá. Ese Madrid, elegante, poblado de árboles, denso de cultura y de parques para pasear, leer, mirar a la gente, se complementa con otro, comprendido entre la Puerta del Sol, ópera y el Palacio Real, por una parte, y las Vistillas, la Puerta de Toledo, Embajadores, Tirso de Molina y la plaza de Santa Ana por la otra; perímetro castizo que contiene el Rastro, la plaza Mayor y el llamado barrio de los Austrias. Ahí, a poco que uno callejee y sepa mirar, pueden sentirse todavía los ecos del Madrid de siempre; ese Madrid de portera, gato y taberna donde aún es posible revivir, en cada esquina, las mejores páginas de nuestro teatro y nuestra novela, desde Lope y Tirso a Moratín, Baraja, Valle-Inclán o Galdós.
Hay, sobre todo, dos momentos en que esa parte de la ciudad me parece bellísima: las mañanas azules y frías de invierno, cuando el sol se refleja en los espejos del café Gijón, y afuera templa un poco las viejas piedras bajo ese cielo que parece pintado por Velázquez, y llena de luz los bancos del Prado y los tenderetes de libros viejos de la cuesta Moyano. El otro momento mágico son las noches de verano, cuando el aire es tibio, y la ciudad invita a caminar por la cuesta del Nuncio, sentarse a tomar una horchata en las Vistillas, viajar en el tiempo entre los arcos centenarios de los soportales de la plaza Mayor, tapear en la Cava Baja o tomarse una cerveza en la plaza de Santa Ana. En esos lugares y esos momentos, Madrid se vuelve ciudad abierta a las gentes y al tiempo; escenario entrañable dónde la Historia, lo pasado y lo de ahora, parecen fundirse suave, naturalmente. No se trata, como en otras capitales europeas mucho más bellas, de escenografías cuidadosamente dispuestas para turistas; sino de un espacio de una sencillez y una humanidad cautivadoras, que con el primer vistazo y la primera sensación uno comprende que está ahí porque siempre estuvo ahí. Porque ni la estupidez, ni la desmemoria, ni la especulación, han podido asesinarlo.
También el factor humano tiene mucho que ver con todo eso. Porque a tales horas y en tales lugares, se da una curiosa sintonía mimética, una complicidad singular entre la gente y el paisaje urbano de estos barrios y lugares. Todo lo áspero del otro Madrid se desvanece aquí; como esos ríos africanos donde, en tiempo de sequía, los animales acuden a beber con el compromiso tácito de no atacarse allí los unos a los otros. Del mismo modo, Madrid se descubre entonces como lo que de verdad es: una especie de legión extranjera donde cualquiera es bien recibido, y nadie pregunta por la lengua, el origen ni el Rh. Aquí nada importa tu vida anterior. Y la palabra patria se vuelve, de pronto, algo asombrosamente simple y agradable: las cosas que tienes en común con el otro, el chato de vino compartido sobre el mármol húmedo de la tasca, la gente que conversa de mesa a mesa en las terrazas de los bares, la pareja de edad madura que baila un pasodoble en la verbena de las Vistillas, mirándose a los ojos como si aún siguiera vivo, y gracias a ellos lo está, aquel Madrid del Felipe y la Mari Pepa que sus abuelos -todos nuestros abuelos- tarareaban con las zarzuelas.
Por eso me gusta ese Madrid. Porque es lo que podría ser España, si la dejaran.
14 de septiembre de 1997
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