Hay una colega de tecla con la que mantengo excelente relación, que incluye mutuo aprecio profesional y cierto número de copas en bares europeos poco recomendables —una noche hasta pervertimos al entrañable Bernardo Atxaga—. Con esto quiero decir que nos llevamos muy bien; incluso a pesar de que, conociendo su anti-machismo radical, disfruto incordiándola con mi más exagerada cortesía, cediéndole los asientos, el paso en las puertas, el lado interior de las aceras, dándole fuego cuando requiere un cigarrillo. Algo que la saca de quicio hasta el punto de que siempre termina insultándome de modo impropio en una dama.
Establecido eso, diré que mi colega y amiga acaba de publicar unas páginas de periódico sobre Hernán Cortés y la india Malinche. Como escribe muy bien -es novelista de éxito-, traza ahí un divertido retrato donde el conquistador extremeño queda por los suelos: mentiroso, cruel, marrullero, ladrón, borracho, asesino y manipulador de indios y, por supuesto, sucio y rijoso machista. Además, queda claro en el texto que las simpatías de la autora están con los aztecas —cosa que la honra como buena chica—, y no con los malvados españoles y sus abyectos aliados, los indios tlaxcaltecas.
Nada que objetar a todo eso. Las simpatías de cada cual son perfectamente libres, y además es cierto que Cortés y sus compañeros eran lo que dice mi amiga y algunas cosas más. Si se me permite la apostilla, era una tropa de malas bestias sin nada que perder, salvo la vida, que conquistó Méjico a sangre y fuego, acuchillando violando y saqueando sin el menor reparo. Mi discrepancia empieza justo a partir de ese punto. Porque, tras dedicar cuatro páginas a detallar lo malvado Carabel que era mi primo, la autora pasa como sobre ascuas por el resto de la extraordinaria aventura: el valor inaudito de aquellos españoles, hijos de su siglo y de su tiempo. Las naves de Veracruz. La entrada en Tenochtitlán. La Noche Triste. Otumba. De modo que el lector se queda con la impresión de que Cortés era una especie de hábil cabroncete con mucha suerte, y que Méjico podía haberlo conquistado cualquier tiñalpa con mucho morro y pocos escrúpulos.
Pero oigan. Al día siguiente, el mismo periódico va y nos cuenta que un estudio realizado en los Estados Unidos sobre los diez militares más geniales y prestigiosos de la Historia, encabezados por Alejandro Magno y Napoleón, incluye a los españoles Francisco Pizarra y Hernán Cortés, definiendo como «grandes gestas» sus conquistas, que contribuyeron a hacer de España la potencia mundial más poderosa y envidiada durante siglo y medio. Lo que, se mire como se mire, no es moco de pavo.
Y a ustedes no sé. Pero a mí me fastidia el empeño de algunos —buenas amigas incluidas— por avergonzarnos de nuestro pasado acentuando sombras y no luces, identificando memoria y orgullo histórico, que son muy dignos y legítimos, con ideologías patrioteras o reaccionarias. Como si la nación o la patria fuesen patrimonio exclusivo de la derecha o, en escala local y miserable, de provincianos con poco viaje menos cultura o mucha mala fe. Y entre unos y otros, gracias al desaforado alarde imperial franquista, la gilipollez galopante de trece años de presunta izquierda analfabeta y de diseño, y una derecha —esta nada presunta, pero igual de analfabeta— llena de complejos y dispuesta a poner el culo por media legislatura, entre unos y otros, digo, nos siguen haciendo, a estas alturas, comulgar con los lugares comunes de una leyenda negra que los mismos españoles, con ese afán tan nuestro de descuartizar al vecino, venimos asumiendo desde hace siglos.
Imagínense ustedes, pardiez, que Hernán Cortés, o Pizarra, o Felipe II, en vez de tener la desgracia de ser españoles, hubieran sido anglosajones, o —tiemblo sólo de pensarlo— franceses. Nos los habrían estado restregando hasta las cejas. Pero eran de aquí Y como somos así de capullos, y de esnobs, nos tragamos sin rechistar las versiones interesadas y manipuladas que nos endilgan nuestros antiguos enemigos sobre nuestra propia Historia, esforzándonos en airear sólo trapos sucios, como si los demás no tuvieran. Y luego ha de venir un hispanista guiri a rehabilitar nuestra memoria —léase el excelente Felipe de España de Henry Kamen, o el Olivares de Elliot—, utilizando para ello los mismos argumentos que aquí usamos para demoler a los personajes. Que también tiene cojones el asunto.
12 de octubre de 1997
Establecido eso, diré que mi colega y amiga acaba de publicar unas páginas de periódico sobre Hernán Cortés y la india Malinche. Como escribe muy bien -es novelista de éxito-, traza ahí un divertido retrato donde el conquistador extremeño queda por los suelos: mentiroso, cruel, marrullero, ladrón, borracho, asesino y manipulador de indios y, por supuesto, sucio y rijoso machista. Además, queda claro en el texto que las simpatías de la autora están con los aztecas —cosa que la honra como buena chica—, y no con los malvados españoles y sus abyectos aliados, los indios tlaxcaltecas.
Nada que objetar a todo eso. Las simpatías de cada cual son perfectamente libres, y además es cierto que Cortés y sus compañeros eran lo que dice mi amiga y algunas cosas más. Si se me permite la apostilla, era una tropa de malas bestias sin nada que perder, salvo la vida, que conquistó Méjico a sangre y fuego, acuchillando violando y saqueando sin el menor reparo. Mi discrepancia empieza justo a partir de ese punto. Porque, tras dedicar cuatro páginas a detallar lo malvado Carabel que era mi primo, la autora pasa como sobre ascuas por el resto de la extraordinaria aventura: el valor inaudito de aquellos españoles, hijos de su siglo y de su tiempo. Las naves de Veracruz. La entrada en Tenochtitlán. La Noche Triste. Otumba. De modo que el lector se queda con la impresión de que Cortés era una especie de hábil cabroncete con mucha suerte, y que Méjico podía haberlo conquistado cualquier tiñalpa con mucho morro y pocos escrúpulos.
Pero oigan. Al día siguiente, el mismo periódico va y nos cuenta que un estudio realizado en los Estados Unidos sobre los diez militares más geniales y prestigiosos de la Historia, encabezados por Alejandro Magno y Napoleón, incluye a los españoles Francisco Pizarra y Hernán Cortés, definiendo como «grandes gestas» sus conquistas, que contribuyeron a hacer de España la potencia mundial más poderosa y envidiada durante siglo y medio. Lo que, se mire como se mire, no es moco de pavo.
Y a ustedes no sé. Pero a mí me fastidia el empeño de algunos —buenas amigas incluidas— por avergonzarnos de nuestro pasado acentuando sombras y no luces, identificando memoria y orgullo histórico, que son muy dignos y legítimos, con ideologías patrioteras o reaccionarias. Como si la nación o la patria fuesen patrimonio exclusivo de la derecha o, en escala local y miserable, de provincianos con poco viaje menos cultura o mucha mala fe. Y entre unos y otros, gracias al desaforado alarde imperial franquista, la gilipollez galopante de trece años de presunta izquierda analfabeta y de diseño, y una derecha —esta nada presunta, pero igual de analfabeta— llena de complejos y dispuesta a poner el culo por media legislatura, entre unos y otros, digo, nos siguen haciendo, a estas alturas, comulgar con los lugares comunes de una leyenda negra que los mismos españoles, con ese afán tan nuestro de descuartizar al vecino, venimos asumiendo desde hace siglos.
Imagínense ustedes, pardiez, que Hernán Cortés, o Pizarra, o Felipe II, en vez de tener la desgracia de ser españoles, hubieran sido anglosajones, o —tiemblo sólo de pensarlo— franceses. Nos los habrían estado restregando hasta las cejas. Pero eran de aquí Y como somos así de capullos, y de esnobs, nos tragamos sin rechistar las versiones interesadas y manipuladas que nos endilgan nuestros antiguos enemigos sobre nuestra propia Historia, esforzándonos en airear sólo trapos sucios, como si los demás no tuvieran. Y luego ha de venir un hispanista guiri a rehabilitar nuestra memoria —léase el excelente Felipe de España de Henry Kamen, o el Olivares de Elliot—, utilizando para ello los mismos argumentos que aquí usamos para demoler a los personajes. Que también tiene cojones el asunto.
12 de octubre de 1997
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