EI otro día vi en no me acuerdo qué suplemento dominical -lo mismo era éste- un reportaje de moda infantil para el otoño, o para el invierno, o para lo que carajo fuese, a base de muchos afotos de niñas de ocho o diez años. Los infantes del reportaje -supongo que adiestrados por quien se encargue de tales menesteres eran todos muy guapos, y muy rubios y muy pelirrojos, con aire ellos de pequeños chulines camino de convertirse, con el tiempo y una caña, en importantes gilipollas de diseño. Y ellas, las niñas, tenían esa nota entre ingenua y perversa, como listas a insinuar lo que todavía no tienen, que algunos hijos de puta del estilismo, o como se diga, consideran encantadora y muy actual en las modelos impúberes. Eran, en fin, como caricaturas a escala de capullos y capullas de más edad. Por supuesto, aunque las criaturas responderían a nombres tan de aquí como Manolito, María, Jonatan y Vanesa, toda su indumentaria parecía sacada directamente de una teleserie norteamericana de sobremesa, con los colorines y hechuras propias del caso, las etiquetas enormes y bien a la vista, convertidas en elemento decorativo, y las inevitables rotulaciones en inglés.
Me llamaron la atención las niñas, todas muy pálidas, con muchas pecas y los labios rojos, maquilladas como zorrones verbeneros. Todos los zagales y zagalas del asunto tenían pinta muy así, como de casting moderning de alto standing. Después de la colección infantil de Vivienne Westwood de la última temporada, donde las nenas parecían precoces lumis a la caza de clientes, este año debe de llevarse la línea dura y perversa, porque en vez de sonreír en plan infancia optimista y tal, como suelen los pequeños monstruos que posan con moda infantil, en esta ocasión adoptaban poses muy serias, cual si les acabaras de confiscar la videoconsola y se estuvieran acordando de tus muertos. Todos los enanos del reportaje miraban al objetivo de la cámara con esa artificial imitación de mala leche que ponen las modelos adultas cuando se trata de vender productos, ropa, maquillaje, en una línea agresiva y tal, en plan qué miedo me das, leona.
Pensé en los papis. En toda esa tropa que anda por ahí con los niños de la mano, de casting en casting -cómo les gusta a algunos padres esa palabra, pardiez-, con una irresponsabilidad escalofriante, sin cortarse un pelo ante la posibilidad, nueve sobre diez, de que a la criatura se le fundan los plomos en un ambiente duro, competitivo, frustrante y desprovisto de sentimientos. Padres que peregrinan de agencia en agencia, de prueba en prueba, soñando con hacer realidad en sus hijos el sueño personal de codearse con Cindy, Claudia, Linda y Naomi.
Hay quien dice que el móvil principal es la pasta: explotar a los críos a cambio de viruta. Pero no estoy de acuerdo. El dinero es importante, claro; y sí hay padres capaces de alquilar hijos para la mendicidad o vender el virgo de su niña por cuarenta mil duros, imagínense la de progenitores que, so pretexto del futuro del vástago o la vástaga, no van a andar por ahí alquilándolos para anuncios de la tele y vueltas al colé en otoño, que socialmente mola más y encima les da una envidia que se van de vareta a las vecinas y a las dientas de la pelu.
Y sin embargo, les decía unas líneas más arriba, no creo que el dinero, con ser móvil de peso, sea el factor decisivo en este asunto. Estoy convencido de que el intríngulis es mucho más profundo y grave que la mera codicia. Porque la mayor parte de los papas y mamas -sobre todo mamas- que andan en esto serían capaces de entregar a sus niños gratis, por amor al arte. Para hacer realidad, por hijo o hija interpuesta, todos los sueños, y las fantasías, y las frustraciones personales acumuladas en años de revistas del corazón, de programas de la tele. Para resarcirse de tanto contemplar, como quien mira un escaparate fastuoso e inalcanzable, el espectáculo ruin, la inmensa estupidez, en que se han convertido las palabras éxito y fama en el mundo actual. Para satisfacerse a sí mismos con la ilusión de que un día sus hijas pueden ser como Mar Flores o Sofía Mazagatos.
Y no son media docena de papas, sino que los hay a cientos. Para comprobarlo, basta echarle un vistazo a uno de esos programas de la tele donde la niña de seis años sale imitando a Marta Sánchez o a la Pantoja mientras, entre el público, la imbécil de su madre llora como una Magdalena porque su Elisabet, por fin, ha triunfado.
19 de octubre de 1997
Me llamaron la atención las niñas, todas muy pálidas, con muchas pecas y los labios rojos, maquilladas como zorrones verbeneros. Todos los zagales y zagalas del asunto tenían pinta muy así, como de casting moderning de alto standing. Después de la colección infantil de Vivienne Westwood de la última temporada, donde las nenas parecían precoces lumis a la caza de clientes, este año debe de llevarse la línea dura y perversa, porque en vez de sonreír en plan infancia optimista y tal, como suelen los pequeños monstruos que posan con moda infantil, en esta ocasión adoptaban poses muy serias, cual si les acabaras de confiscar la videoconsola y se estuvieran acordando de tus muertos. Todos los enanos del reportaje miraban al objetivo de la cámara con esa artificial imitación de mala leche que ponen las modelos adultas cuando se trata de vender productos, ropa, maquillaje, en una línea agresiva y tal, en plan qué miedo me das, leona.
Pensé en los papis. En toda esa tropa que anda por ahí con los niños de la mano, de casting en casting -cómo les gusta a algunos padres esa palabra, pardiez-, con una irresponsabilidad escalofriante, sin cortarse un pelo ante la posibilidad, nueve sobre diez, de que a la criatura se le fundan los plomos en un ambiente duro, competitivo, frustrante y desprovisto de sentimientos. Padres que peregrinan de agencia en agencia, de prueba en prueba, soñando con hacer realidad en sus hijos el sueño personal de codearse con Cindy, Claudia, Linda y Naomi.
Hay quien dice que el móvil principal es la pasta: explotar a los críos a cambio de viruta. Pero no estoy de acuerdo. El dinero es importante, claro; y sí hay padres capaces de alquilar hijos para la mendicidad o vender el virgo de su niña por cuarenta mil duros, imagínense la de progenitores que, so pretexto del futuro del vástago o la vástaga, no van a andar por ahí alquilándolos para anuncios de la tele y vueltas al colé en otoño, que socialmente mola más y encima les da una envidia que se van de vareta a las vecinas y a las dientas de la pelu.
Y sin embargo, les decía unas líneas más arriba, no creo que el dinero, con ser móvil de peso, sea el factor decisivo en este asunto. Estoy convencido de que el intríngulis es mucho más profundo y grave que la mera codicia. Porque la mayor parte de los papas y mamas -sobre todo mamas- que andan en esto serían capaces de entregar a sus niños gratis, por amor al arte. Para hacer realidad, por hijo o hija interpuesta, todos los sueños, y las fantasías, y las frustraciones personales acumuladas en años de revistas del corazón, de programas de la tele. Para resarcirse de tanto contemplar, como quien mira un escaparate fastuoso e inalcanzable, el espectáculo ruin, la inmensa estupidez, en que se han convertido las palabras éxito y fama en el mundo actual. Para satisfacerse a sí mismos con la ilusión de que un día sus hijas pueden ser como Mar Flores o Sofía Mazagatos.
Y no son media docena de papas, sino que los hay a cientos. Para comprobarlo, basta echarle un vistazo a uno de esos programas de la tele donde la niña de seis años sale imitando a Marta Sánchez o a la Pantoja mientras, entre el público, la imbécil de su madre llora como una Magdalena porque su Elisabet, por fin, ha triunfado.
19 de octubre de 1997
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