El otro día me pusieron a caer de un burro. Andaba el arriba firmante que ya es raro liado por un amigo en uno de esos cursos de verano que organizan las universidades, y el redactor de un periódico se mosqueó porque no quise hacer declaraciones, ni ruedas de prensa, ni fotos, ni nada. Dije lo que digo siempre; que no tenía nada nuevo que contar salvo mi conferencia, a la que sugería asistir. Que aparte de eso, lo que tengo que decir lo digo cada semana en esta página. Y que cuando hay novedad en algo, un libro, una película, con mucho gusto dedico algún tiempo a hablar de ello, y luego me callo hasta la siguiente ocasión. La gente suele entenderlo. Pero esta vez, sintiéndose desdeñado, uno de los redactores se despachó en una quejosa, columnita, lamentando, decía, que se me haya subido no sé qué a la cabeza y ya no conceda entrevistas a mis antiguos compañeros.
Pues lo siento por el doliente, pero me reafirmo en la cosa; por mucho que, a base de cursos de verano, y de conferencias, y de bolos varios, y de acudir a la tele, y de valer lo mismo para un cocido que para un estofado, algunos escritores españoles hayan mal acostumbrado a la gente en eso de largar a troche y moche. Ya sé que para algunos darle a la tecla es un acto trascendente, un arte sublime que se toman muy a pecho. Pero resulta que, entre tanto arte y tanta posturita, algunos prójimos se pasan más tiempo dando doctrina por ahí, desde cómo hacer una novela hasta definir con dos cojones las corrientes narrativas mundiales de cara al próximo milenio, en vez de limitarse a cumplir con su obligación, la principal: sentarse a escribir cosas. Que no sé a otros; pero a mí, pardiez, me lleva bastante trabajo. Y me deja poco tiempo para tournées artísticas, y ninguna gana de sentar cátedra mareando la perdiz.
Tampoco entiendo muy bien esas ansias de los lectores por conocer y de los periodistas por entrevistar. A los escritores no habría que conocerlos más que por sus folios, so pena de descubrir la verdad: que somos tan humanos como cualquiera, o sea, una pandilla de fantasmas, de bocazas, de pedantes, de autosuficientes, de envidiosos, de niños góticos, de gilipollas que se creen tocados por la gracia divina; y que justo quienes más se las marcan de no mirar al tendido y de que pasan de público y cifras de ventas, pierden literalmente el culo por firmar autógrafos y vender más libros que nadie. El arriba firmante, faltaría más, también participa de algunos de esos aspectos de la cosa; pero no voy a ser tan capullo como para darles a ustedes pistas. Para eso están los libros de cada cual.
Que me perdonen si quieren los presuntos algunos son buenos amigos pero estoy hasta la gola de ver a escritores haciendo el chorra en la tele y en las entrevistas y en las universidades de verano, sentando cátedra sobre aquello de lo que no tienen no tenemos ni la más puta idea; en vez de hablar, si no hay otro remedio, de lo que uno escribe. Y si me apuran, ni siquiera de eso habría que hablar. Porque a un autor debe conocérsele no por lo que larga, que eso lo hace cualquier cagatintas, sino por lo que escribe. Por su obra. Por el mensaje en la botella que lanza al mar para que manos amigas o enemigas lo descifren, lo rechacen o lo incorporen a sus vidas. Les juro por mis muertos más frescos que vistos en corto, de cerca y sin páginas interpuestas, los de la tecla somos tan vulgares y miserables como cualquiera. A mí el Thomas Mann egocéntrico, frío y lleno de ángulos oscuros, o el Stendhal que sufría por ser gordito y poco galán y no seducir a mujeres hermosas, me habrían decepcionado muchísimo en persona. Lo que me importa de ellos surge cuando subo con Hans Castorp a la Montaña Mágica y escucho a madame Chauchat cerrar la vidriera de un portazo, o recorro junto a Fabrizio del Dongo el campo de batalla de Waterloo. Y para eso no necesito entrevistas en los periódicos, ni leches en vinagre. Me voy al libro, lo abro y leo. Y punto.
Se quejaba el otro día mi primo Marías, el inglés que tenía todas las almas tan blancas, del escaso eco que tuvo en la prensa española la concesión del merecidísimo premio Impac que los irlandeses imagino que sobrios le endilgaron hace unas semanas. Bueno, pues qué más da. Tampoco pasa nada, y quizá hasta sea mejor así. Lo que importa, vecino, amigo, es que tus libros están en las librerías, que la gente va y los lee. Ese es tu premio y ese es tu territorio. Lo demás debería refanfinflártela, colega.
17 de agosto de 1997
Pues lo siento por el doliente, pero me reafirmo en la cosa; por mucho que, a base de cursos de verano, y de conferencias, y de bolos varios, y de acudir a la tele, y de valer lo mismo para un cocido que para un estofado, algunos escritores españoles hayan mal acostumbrado a la gente en eso de largar a troche y moche. Ya sé que para algunos darle a la tecla es un acto trascendente, un arte sublime que se toman muy a pecho. Pero resulta que, entre tanto arte y tanta posturita, algunos prójimos se pasan más tiempo dando doctrina por ahí, desde cómo hacer una novela hasta definir con dos cojones las corrientes narrativas mundiales de cara al próximo milenio, en vez de limitarse a cumplir con su obligación, la principal: sentarse a escribir cosas. Que no sé a otros; pero a mí, pardiez, me lleva bastante trabajo. Y me deja poco tiempo para tournées artísticas, y ninguna gana de sentar cátedra mareando la perdiz.
Tampoco entiendo muy bien esas ansias de los lectores por conocer y de los periodistas por entrevistar. A los escritores no habría que conocerlos más que por sus folios, so pena de descubrir la verdad: que somos tan humanos como cualquiera, o sea, una pandilla de fantasmas, de bocazas, de pedantes, de autosuficientes, de envidiosos, de niños góticos, de gilipollas que se creen tocados por la gracia divina; y que justo quienes más se las marcan de no mirar al tendido y de que pasan de público y cifras de ventas, pierden literalmente el culo por firmar autógrafos y vender más libros que nadie. El arriba firmante, faltaría más, también participa de algunos de esos aspectos de la cosa; pero no voy a ser tan capullo como para darles a ustedes pistas. Para eso están los libros de cada cual.
Que me perdonen si quieren los presuntos algunos son buenos amigos pero estoy hasta la gola de ver a escritores haciendo el chorra en la tele y en las entrevistas y en las universidades de verano, sentando cátedra sobre aquello de lo que no tienen no tenemos ni la más puta idea; en vez de hablar, si no hay otro remedio, de lo que uno escribe. Y si me apuran, ni siquiera de eso habría que hablar. Porque a un autor debe conocérsele no por lo que larga, que eso lo hace cualquier cagatintas, sino por lo que escribe. Por su obra. Por el mensaje en la botella que lanza al mar para que manos amigas o enemigas lo descifren, lo rechacen o lo incorporen a sus vidas. Les juro por mis muertos más frescos que vistos en corto, de cerca y sin páginas interpuestas, los de la tecla somos tan vulgares y miserables como cualquiera. A mí el Thomas Mann egocéntrico, frío y lleno de ángulos oscuros, o el Stendhal que sufría por ser gordito y poco galán y no seducir a mujeres hermosas, me habrían decepcionado muchísimo en persona. Lo que me importa de ellos surge cuando subo con Hans Castorp a la Montaña Mágica y escucho a madame Chauchat cerrar la vidriera de un portazo, o recorro junto a Fabrizio del Dongo el campo de batalla de Waterloo. Y para eso no necesito entrevistas en los periódicos, ni leches en vinagre. Me voy al libro, lo abro y leo. Y punto.
Se quejaba el otro día mi primo Marías, el inglés que tenía todas las almas tan blancas, del escaso eco que tuvo en la prensa española la concesión del merecidísimo premio Impac que los irlandeses imagino que sobrios le endilgaron hace unas semanas. Bueno, pues qué más da. Tampoco pasa nada, y quizá hasta sea mejor así. Lo que importa, vecino, amigo, es que tus libros están en las librerías, que la gente va y los lee. Ese es tu premio y ese es tu territorio. Lo demás debería refanfinflártela, colega.
17 de agosto de 1997
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