Cuando la luz del faro aparece por proa, hay un levante suave, de ocho a doce nudos; y el velero, amurado a babor, se desliza en la oscuridad con el único ruido del agua que corre por los costados del casco. La luz está donde debe estar: donde calculaste ayer que estaría, mientras trazabas rumbo, bordos y abatimiento. Y cuando con los prismáticos en la cara y el cronómetro en la mano cuentas los destellos, sonríes para tus adentros. Es el faro del cabo de la Nao. Luego bajas a la camareta y, sobre la carta náutica, confirmas la posición y trazas el nuevo rumbo. Y al subir otra vez a cubierta el faro sigue ahí; un poco más cerca, con su presencia en la oscuridad que indica tierra, peligro, mantente lejos, cuidado. Buena travesía y buena suerte, compañero.
Tienes en la cabeza, de tanto mirar la carta preparando la arribada, los perfiles de tierra, los veriles de profundidad, la gama de azules, la escala de millas en latitud y en longitud. Y apoyado en la regala húmeda, esperando que amanezca, piensas en los hombres que durante siglos navegaron, observaron, anotaron esa y otras costas. Gentes de mar y de ciencia que lenta, minuciosamente, marcaron cada escollo en una carta, cada peligro con una baliza, cada ruta o punta de tierra con un faro, una luz. Fueron siglos de intuiciones, de trabajos. Así, poco a poco, en el mar y tierra adentro, el hombre convirtió paisajes hostiles en lugares habitados, más seguros y cómodos. Eliminó obstáculos, construyó faros, puertos, canales, carreteras. Pobló el paisaje de luces, y de vida, venciendo la batalla de su piel desnuda.
Piensas en todo eso mientras el faro va desplazándose lentamente hacia la aleta de estribor, y sientes gratitud por quienes hicieron posible que estés aquí, mirando la luz del faro y vivo, en vez de hecho astillas contra los rompientes. Pero luego, aún con ese pensamiento, recuerdas la mancha de petróleo del día anterior, larga de una milla, que tu roda estuvo cortando durante largo rato con una suavidad densa, siniestra, porque a un capitán desaprensivo le trajo cuenta limpiar tanques o achicar sentinas en alta mar. Y recuerdas ese pesquero de hace cinco días en treinta metros de sonda, barriendo toda vida con las redes tan pegadas a tierra que ya sólo le faltaba llevarse las lapas de las piedras. O identificas otras luces que empiezas a adivinar como bloques inmensos de pisos, cemento, urbanizaciones, cloacas vertiendo toneladas de suciedad a las playas y al mar. Paisajes, ecosistemas rotos para siempre.
Y malditos seamos, te dices. Después de siglos luchando por sobrevivir a la naturaleza, el hombre ha logrado imponer sus reglas. Ya es el más fuerte. Donde antes costaba décadas acarrear piedras, trazar caminos, ahora dinamita, arrasa, remueve la tierra con máquinas poderosas y la rehace con estéril cemento. Todo es demasiado fácil: absurdas colmenas de hormigón, playas artificiales, autopistas, ciudades desaforadas, campos devastados y estériles. Ya no hacemos caminos para ir a sitios, sino autovías para llegar lo más pronto posible; y arrancamos los árboles para que los cretinos con mucha prisa no se rompan los cuernos en ellos. No satisfecho con haber vencido a la Naturaleza, el hombre la humilla. La destruye y la adapta a sus más ridículas pretensiones.
Piensas en todo eso allí, diez millas al sudeste del cabo de la Nao. Pero de pronto se agita el mar, y una manada de delfines se pone a nadar junto a tu proa, con los reflejos del faro y de la luna en sus lomos al cortar la superficie del agua; las crías, más pequeñas, acompasando su movimiento al de las madres. Y tú les gritas: "Buena suerte", y piensas que a lo mejor no todo está aún perdido, y ni siquiera la maldad y la estupidez y la ceguera bastan para destruir todas las cosas hermosas. Y luego, rompiendo el alba, casi entre dos luces, te cruzas de vuelta encontrada con otra vela que navega fanales apagados, a menos de un cable, silueta oscura indefinida entre mar y cielo. Y cuando pasa a tu altura, en ese velero desconocido brilla la luz de una linterna, una, dos, tres veces. Y tú respondes con otros tres destellos idénticos mientras la silueta del velero se aleja en la oscuridad, hacia la línea clara que empieza a insinuarse en el horizonte. Allí donde todavía están a salvo los delfines y los hombres que sueñan con ser libres.
24 de agosto de 1997
Tienes en la cabeza, de tanto mirar la carta preparando la arribada, los perfiles de tierra, los veriles de profundidad, la gama de azules, la escala de millas en latitud y en longitud. Y apoyado en la regala húmeda, esperando que amanezca, piensas en los hombres que durante siglos navegaron, observaron, anotaron esa y otras costas. Gentes de mar y de ciencia que lenta, minuciosamente, marcaron cada escollo en una carta, cada peligro con una baliza, cada ruta o punta de tierra con un faro, una luz. Fueron siglos de intuiciones, de trabajos. Así, poco a poco, en el mar y tierra adentro, el hombre convirtió paisajes hostiles en lugares habitados, más seguros y cómodos. Eliminó obstáculos, construyó faros, puertos, canales, carreteras. Pobló el paisaje de luces, y de vida, venciendo la batalla de su piel desnuda.
Piensas en todo eso mientras el faro va desplazándose lentamente hacia la aleta de estribor, y sientes gratitud por quienes hicieron posible que estés aquí, mirando la luz del faro y vivo, en vez de hecho astillas contra los rompientes. Pero luego, aún con ese pensamiento, recuerdas la mancha de petróleo del día anterior, larga de una milla, que tu roda estuvo cortando durante largo rato con una suavidad densa, siniestra, porque a un capitán desaprensivo le trajo cuenta limpiar tanques o achicar sentinas en alta mar. Y recuerdas ese pesquero de hace cinco días en treinta metros de sonda, barriendo toda vida con las redes tan pegadas a tierra que ya sólo le faltaba llevarse las lapas de las piedras. O identificas otras luces que empiezas a adivinar como bloques inmensos de pisos, cemento, urbanizaciones, cloacas vertiendo toneladas de suciedad a las playas y al mar. Paisajes, ecosistemas rotos para siempre.
Y malditos seamos, te dices. Después de siglos luchando por sobrevivir a la naturaleza, el hombre ha logrado imponer sus reglas. Ya es el más fuerte. Donde antes costaba décadas acarrear piedras, trazar caminos, ahora dinamita, arrasa, remueve la tierra con máquinas poderosas y la rehace con estéril cemento. Todo es demasiado fácil: absurdas colmenas de hormigón, playas artificiales, autopistas, ciudades desaforadas, campos devastados y estériles. Ya no hacemos caminos para ir a sitios, sino autovías para llegar lo más pronto posible; y arrancamos los árboles para que los cretinos con mucha prisa no se rompan los cuernos en ellos. No satisfecho con haber vencido a la Naturaleza, el hombre la humilla. La destruye y la adapta a sus más ridículas pretensiones.
Piensas en todo eso allí, diez millas al sudeste del cabo de la Nao. Pero de pronto se agita el mar, y una manada de delfines se pone a nadar junto a tu proa, con los reflejos del faro y de la luna en sus lomos al cortar la superficie del agua; las crías, más pequeñas, acompasando su movimiento al de las madres. Y tú les gritas: "Buena suerte", y piensas que a lo mejor no todo está aún perdido, y ni siquiera la maldad y la estupidez y la ceguera bastan para destruir todas las cosas hermosas. Y luego, rompiendo el alba, casi entre dos luces, te cruzas de vuelta encontrada con otra vela que navega fanales apagados, a menos de un cable, silueta oscura indefinida entre mar y cielo. Y cuando pasa a tu altura, en ese velero desconocido brilla la luz de una linterna, una, dos, tres veces. Y tú respondes con otros tres destellos idénticos mientras la silueta del velero se aleja en la oscuridad, hacia la línea clara que empieza a insinuarse en el horizonte. Allí donde todavía están a salvo los delfines y los hombres que sueñan con ser libres.
24 de agosto de 1997
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