Alguna vez les hablé de mi amigo el espía, que era de los que espiaban como Dios manda, jugándose fuera el pellejo en vez de estar aquí apalancado cual rata de alcantarilla, pinchando teléfonos y trapicheando con secretos de bragas y coronas, como hacen otros. Mi amigo -a estas alturas puedo nombrarlo sin que pase nadase llama Carlos Guerrero y ahora, retirado del oficio, viste el uniforme que durante veinte años se apolilló en un armario. Carlos, alias Charlie, tuvo diferentes coberturas a lo largo de su azarosa vida profesional. Una fue la de agregado cultural en Guinea Ecuatorial, donde nos encontramos varias veces. Y allí ocurrió el episodio que quiero contarles.
Fue hace unos diez años. España iba de capa caída en Guinea, como siempre y en todas partes, y Francia se aprovechaba de los trenes baratos para acrecentar su in fluencia. Apenas derrocado Macías, el presidente Teodoro Obiang había pedido al gobierno de UCD una compañía de la Legión para garantizar la estabilidad de la ex colonia. Pero la timoratez y el miedo a lo políticamente incorrecto no son patrimonio exclusivo del Pepe ni del Pesoe, de modo que los de don Adolfo se acojonaron por el qué dirán y respondieron no, disculpe, oiga, no queremos ser tachados de neo-colonialismo. Por supuesto, la Frans, que sí lo tiene claro en África -donde mantiene tropas sin el menor complejo-, se apresuró a hacerse cargo del asunto; y por fin apadrinó un despliegue de soldados marroquíes, corriendo París con los gastos. De ese modo, controlando los gabachos la seguridad de Obiang, empezó el declive de la influencia española en Guinea y la reconversión de ésta al área franchute.
Aunque lo suyo era espiar -incluso tenía como alumno de castellano al embajador norteamericano en Malabo- Charlie no descuidaba las tareas de su cobertura diplomática. Y la creciente presencia francesa le repateaba mucho el hígado. Libraba sus dos batallas, la clandestina de agente secreto español y la pública de agregado cultural de la embajada, completamente en solitario, sabiendo que Madrid pasaba mucho del tema y que la suya era una causa perdida. Pero no se rendía, y una noche se le ocurrió un gesto simbólico que, como
me dijo, no iba a cambiar nada pero le aliviaría, al menos, la mala leche. Así que, tras planificar casi militarmente la operación, nos vestimos de oscuro y salimos a la calle con un cargamento de pegatinas que la embajada tenía arrinconadas -Madrid había prohibido distribuirlas, por no herir, cielos, susceptibilidades francesas- que rezaban: Aquí hablamos español.
Fue una de esas noches que uno vive para recordarlas después. Nos acompañaba en la incursión una bellísima mujer llamada Gabrielle: una princesa africana auténtica, junto a la que Naomi Campbell no parecería más que una marmota y una ordinaria. Gabrielle era amiga nuestra, odiaba a los franceses porque habían fusilado a su padre en Camerún, y no había perdido el sentido del humor. Así que salimos los tres a recorrer las calles de Malabo, esquivando patrullas, y llenamos de pegatinas la ciudad, incluidas la puerta de la embajada francesa, la casa y el coche de su agregado cultural, la embajada norteamericana y los muros de la Ciudad Prohibida, donde los centinelas, por cierto, estuvieron a punto de trincarnos junto al palacio presidencial. Excuso decirles que, miedo aparte, nos reímos hasta saltársenos las lágrimas. Y uno de los recuerdos magníficos que conservo de aquella noche consiste en que Gabrielle llevaba unos téjanos muy ceñidos -tenía un tipazo soberbio-, y en uno de los bolsillos traseros se había puesto una pegatina. Y cuando estábamos tirados en el suelo, en la penumbra de una esquina, mientras esperábamos que se alejara una patrulla, yo tenía a un palmo de los ojos ese Aquí hablamos español, pegado en aquellos téjanos que moldeaban un culo estupendo.
En fin. Son recuerdos de cada cual. Pero me han venido hoy a la memoria después de enterarme de que Teodoro Obiang ha decidido convertir el francés en idioma oficial de Guinea, y de que España está a pique de perder el mísero hilo de influencia cultural que aún la ligaba a su ex colonia. Esa Guinea que los pichafrías de la UCD empezaron a perder, el PSOE -tan europeo y atlántico él- dejó pudrirse sin remedio, y ahora el PP no sabe cómo liquidar, porque de África, fuera del negrito de las huchas del Domund, no tiene ni puta idea.
16 de noviembre de 1997
Fue hace unos diez años. España iba de capa caída en Guinea, como siempre y en todas partes, y Francia se aprovechaba de los trenes baratos para acrecentar su in fluencia. Apenas derrocado Macías, el presidente Teodoro Obiang había pedido al gobierno de UCD una compañía de la Legión para garantizar la estabilidad de la ex colonia. Pero la timoratez y el miedo a lo políticamente incorrecto no son patrimonio exclusivo del Pepe ni del Pesoe, de modo que los de don Adolfo se acojonaron por el qué dirán y respondieron no, disculpe, oiga, no queremos ser tachados de neo-colonialismo. Por supuesto, la Frans, que sí lo tiene claro en África -donde mantiene tropas sin el menor complejo-, se apresuró a hacerse cargo del asunto; y por fin apadrinó un despliegue de soldados marroquíes, corriendo París con los gastos. De ese modo, controlando los gabachos la seguridad de Obiang, empezó el declive de la influencia española en Guinea y la reconversión de ésta al área franchute.
Aunque lo suyo era espiar -incluso tenía como alumno de castellano al embajador norteamericano en Malabo- Charlie no descuidaba las tareas de su cobertura diplomática. Y la creciente presencia francesa le repateaba mucho el hígado. Libraba sus dos batallas, la clandestina de agente secreto español y la pública de agregado cultural de la embajada, completamente en solitario, sabiendo que Madrid pasaba mucho del tema y que la suya era una causa perdida. Pero no se rendía, y una noche se le ocurrió un gesto simbólico que, como
me dijo, no iba a cambiar nada pero le aliviaría, al menos, la mala leche. Así que, tras planificar casi militarmente la operación, nos vestimos de oscuro y salimos a la calle con un cargamento de pegatinas que la embajada tenía arrinconadas -Madrid había prohibido distribuirlas, por no herir, cielos, susceptibilidades francesas- que rezaban: Aquí hablamos español.
Fue una de esas noches que uno vive para recordarlas después. Nos acompañaba en la incursión una bellísima mujer llamada Gabrielle: una princesa africana auténtica, junto a la que Naomi Campbell no parecería más que una marmota y una ordinaria. Gabrielle era amiga nuestra, odiaba a los franceses porque habían fusilado a su padre en Camerún, y no había perdido el sentido del humor. Así que salimos los tres a recorrer las calles de Malabo, esquivando patrullas, y llenamos de pegatinas la ciudad, incluidas la puerta de la embajada francesa, la casa y el coche de su agregado cultural, la embajada norteamericana y los muros de la Ciudad Prohibida, donde los centinelas, por cierto, estuvieron a punto de trincarnos junto al palacio presidencial. Excuso decirles que, miedo aparte, nos reímos hasta saltársenos las lágrimas. Y uno de los recuerdos magníficos que conservo de aquella noche consiste en que Gabrielle llevaba unos téjanos muy ceñidos -tenía un tipazo soberbio-, y en uno de los bolsillos traseros se había puesto una pegatina. Y cuando estábamos tirados en el suelo, en la penumbra de una esquina, mientras esperábamos que se alejara una patrulla, yo tenía a un palmo de los ojos ese Aquí hablamos español, pegado en aquellos téjanos que moldeaban un culo estupendo.
En fin. Son recuerdos de cada cual. Pero me han venido hoy a la memoria después de enterarme de que Teodoro Obiang ha decidido convertir el francés en idioma oficial de Guinea, y de que España está a pique de perder el mísero hilo de influencia cultural que aún la ligaba a su ex colonia. Esa Guinea que los pichafrías de la UCD empezaron a perder, el PSOE -tan europeo y atlántico él- dejó pudrirse sin remedio, y ahora el PP no sabe cómo liquidar, porque de África, fuera del negrito de las huchas del Domund, no tiene ni puta idea.
16 de noviembre de 1997
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