domingo, 7 de marzo de 1999

Sobre hombres y damas


Llevo desde la semana pasada dándole vueltas a la cabeza con el asunto de los hombres como Dios manda; de los tíos que, como decía mi abuela, se visten por los pies. El caso, no sé si recuerdan, era que el Comité de Erizas en Pie de Guerra se lamentaba, y con razón, de que salvo Harrison Ford ya no quedan en el cine tíos de verdad, y que a las niñas yogurcitos frescos, ya las otras que ya no lo son tanto, les hace el asunto agua de limón la presencia de fulanos insustanciales, duritos de pastel que andan en la pantalla marcando paquete, pero que en cuanto miras o te acercas, se convierten en mierdecillas de diseño y en la calle y en la vida real ocurre tres cuartos de lo mismo.

Conozco a una señora rubia, guapa, con cuarenta y dos espléndidos tacos y capaz de llevar unos tejanos como no los lleva ninguna guapita de teleserie, que ha pasado la vida tomándose cafés en los bares; entre otras cosas porque un café de bar y un cigarrillo son, dice, una de las pocas cosas que merecen la pena en esta vida perra. La dama en cuestión, que es lo bastante inteligente como para que cualquier varón adulto se sienta una auténtica cagarruta a los cinco minutos de conversación con ella, tiene auténtica predilección por los bares cutres, de esos con calendarios de garaje con fulana, y fotos de equipos de fútbol, y mostrador de zinc y mesas de formica, y albañiles comiendo judías con fideos a mediodía, sobre manteles de papel con vino y gaseosa. Cada día, cuando sale del taller de encuadernación del viejo Madrid donde le pone tapas de piel y guardas de papel veneciano a la Poética de Aristóteles o a la Vida de Benvenuto Cellini, ella evita cuidadosamente los bares elegantes del barrio y callejea en busca de una tasca chusmosa y auténtica. Y allí, entre el emigrante negrata que vende baratijas, el borrachín de la casa de enfrente y los empleados del taller de chapa y pintura que hacen descanso para una cerveza, enciende un cigarrillo, a su aire y sin dirigirle a nadie la palabra, y se siente la mujer más a gusto de la tierra.

Me acordaba de eso el otro día, en un bar de gasolinera y polígono industrial, con fútbol en el televisor, camareros con tatuaje en el dorso de la mano, fulanos en mono de mecánico y camioneros calzándose un coñac. Uno de esos bares que te gustan a ti, le dije luego y ella respondió algo que viene muy al hilo de esta historia: «ya sólo ves hombres que parecen hombres en sitios como ése». Lo dijo y encendió otro cigarrillo y, por supuesto, se bebió otro café. Y después me contó que lleva años frecuentando bares de ésos, bares proletarios como ella dice, con tíos que vienen de currar de verdad, oliendo a sudor bajo el mono azul o la camiseta, fulanos de manos encallecidas y ásperas, uñas negras de grasa, coñac y anís y tabaco y fútbol y conversaciones en voz alta, y machismo elemental. Tan elemental, matiza ella, que no molesta. Al contrario. Entras, dice, y notas cómo se callan de pronto todas las conversaciones, pero nunca te sientes insegura ni incómoda. Ni una grosería, ni un mal gesto, ni te molesta nadie. Al contrario, todos son siempre de una cortesía extrema, con esa amabilidad ingenua y ruda, algo torpe, que todavía se encuentra, a menudo, en ese tipo de hombres cuando creen hallarse delante de una señora. Si en tal momento alguien quisiera molestarme, estoy segura de que más de uno intervendría para defenderme. Se esfuerzan por ser buenos chicos; y eso, en los tiempos que corren, resulta enternecedor.

Luego para marcar la diferencia, mi amiga me cuenta sus visitas a otros lugares, a bares y restaurantes de más presunto nivel social, donde ejecutivos engominados y soplagaitas de diseño, todos con camisas y corbatas impecables, un teléfono móvil en el bolsillo y el aire de estar solventando vitales operaciones financieras internacionales, le clavan los ojos desde que aparece en la puerta y ponen ojitos, y posturitas, y se dan pisto de cazadores irresistibles, dedicándole sonrisas que son muchísimo más insultantes que el piropo rudo de un camionero. Si tuviera un problema allí, comenta, iba lista: se los ve crueles, blandos y cobardes. Encima se creen Keanu Reeves o Tom Cruise. E incluso nunca falta un imbécil que se acerca sin que nadie lo llame y dice oye, te conozco de algo, o pretende invitarla a una copa, o se queda dando la barrila. Hasta que ella se vuelve despacio, lo mira a los ojos, y con ese desprecio helado y sabio que sólo una mujer es capaz de manifestar, le dice, con palabras o sin ellas: vete a babear a tu madre, so gilipollas.

7 de marzo de 1999

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