Durante buena parte de mi vida, los bares y los cafés fueron refugio, oficina, centro de operaciones y hasta hotel en lugares donde no había hotel, o éste se había convertido en lugar insalubre, lleno de sobresaltos y agujeros. Con esto quiero decirles que he coleccionado bares por un tubo, bares de aeropuerto, de barrio, de carreteras, sitios elegantes y antros cutres. Y no por afición a darle al frasco, sino porque veintiún años con una mochila al hombro, con el desarraigo y la incomodidad que eso implica, y la necesidad de un lugar de reflexión y calma donde escribir una crónica, organizar una transmisión, disponer de un teléfono que funcione para decir hola buenas, Mariloli, ponme con el redactor jefe, son motivos suficientes para que uno desarrolle el instinto de adoptar esos bares o esos cafés que, a los cinco minutos, una vez te has instalado dentro y pides algo,, y pones las notas o el libro sobre la mesa mientras ordenas ideas, se convierten con pasmosa facilidad en lugares tan confortables como tu propia casa de toda la vida. Eso ayuda mucho. Y consuela. Y un montón de cosas más.
El bar, sobre todo, tiene una ventaja adicional. A diferencia del café, que es más favorable a la parcela individual, el bar, como su propio nombre indica, cuenta con una barra común. Y una barra de bar es siempre punto de encuentro, sobre todo si al otro lado hay un camarero o un propietario como Dios manda. Una barra de bar es un sitio donde, entre vaso y vaso, y a poco que se descuide, la gente pone, voluntariamente o sin darse cuenta, su vida sobre el mostrador. Por eso es tan fácil allí hacer amigos, a poco que se cuente con las dosis mínimas de curiosidad, sociabilidad y buena fe. A menudo, en especial al principio, cuando era más jovencito y viajaba a solateras, cuando llegaba a una ciudad desconocida y a veces hostil lo primero que hacía era irme a un bar y pegar allí la hebra con el camarero, que en cinco minutos me ponía al corriente. En días de desconcierto y soledad, entraba en una cantina de Managua, un cafetín de Beirut o Estambul, una tasca cochambrosa de Luanda, y a la media hora, a medida que iba enrollándome con camareros y parroquianos, ya era de allí de toda la vida. Mientras encontré en mi camino un bar abierto, nunca estuve solo.
Ahora hago otro tipo de vida, pero conservo el viejo instinto. El otro día llegué a una ciudad que apenas conocía, y paseando a mi aire por el casco viejo entré en un bar que no había pisado en mi vida. Allí había una barra y un dueño que se llama Dani, adora los álbumes de Tintín y sueña con leer libros hermosos y fotografiar cada mañana a quienes pasan por delante de su puerta, igual que Harvey Keitel en Smoke. Y había una camarera pelirroja y guapa que se llama Isabel y tiene una linda cicatriz horizontal en la frente. Y había un cliente, un tipo chiquitillo y duro que responde por Primitivo, que a los quince minutos y dos cañas me autorizó a llamarlo Primi, y me contó que acababa de conseguir unos reclinatorios de iglesia y ya había vendido tres. Y yo me pasé dos horas en ese bar y luego volví por la tarde a llevarle a Dani el Alatriste que le había prometido. Y allí seguía Primi, y un matrimonio joven con crío en un carrito, y algunos más. Y al día siguiente Dani y los otros, que leen poco porque no tienen tiempo, y hasta Primi, que no lee nada, fueron a la presentación de un libro mío y se llevaron a toda la peña. Y luego, cuando nos desembarazamos del protocolo de corbata y la parafernalia, nos fuimos al bar de Dani con el Califa, con su amigo el fotógrafo, con Encarna y con los otros; y el Califa me contó cómo lo dejó su novia y él se quedó hecho una mierda, pero a la quinta copa pude convencerlo de que esas cosas, colega, van incluidas en el precio de la vida. Y todos estuvimos contando chistes uno detrás de otro y descojonándonos horas y horas; y cuando yo conté el del cazador y el oso maricón, y luego el de la rata que va con un murciélago del brazo y le dice a otra rata que sí, que su novio es feo pero es piloto, el Califa, que cuenta unos chistes que te vas de vareta, se lo apuntó en un papel y luego juró que me seria fiel hasta la muerte. Y Primi me contó su vida, que tiene una novela, o varias. Y Encarna escenificó tres veces el chiste de la ninfómana. Y todos agarramos una castaña de cojones. Y Dani me regaló un Tintín de madera que había en un estante, y debajo escribió: de tus amigos. Y pocas veces se han escrito verdades como ésa.
11 de enero de 1998
El bar, sobre todo, tiene una ventaja adicional. A diferencia del café, que es más favorable a la parcela individual, el bar, como su propio nombre indica, cuenta con una barra común. Y una barra de bar es siempre punto de encuentro, sobre todo si al otro lado hay un camarero o un propietario como Dios manda. Una barra de bar es un sitio donde, entre vaso y vaso, y a poco que se descuide, la gente pone, voluntariamente o sin darse cuenta, su vida sobre el mostrador. Por eso es tan fácil allí hacer amigos, a poco que se cuente con las dosis mínimas de curiosidad, sociabilidad y buena fe. A menudo, en especial al principio, cuando era más jovencito y viajaba a solateras, cuando llegaba a una ciudad desconocida y a veces hostil lo primero que hacía era irme a un bar y pegar allí la hebra con el camarero, que en cinco minutos me ponía al corriente. En días de desconcierto y soledad, entraba en una cantina de Managua, un cafetín de Beirut o Estambul, una tasca cochambrosa de Luanda, y a la media hora, a medida que iba enrollándome con camareros y parroquianos, ya era de allí de toda la vida. Mientras encontré en mi camino un bar abierto, nunca estuve solo.
Ahora hago otro tipo de vida, pero conservo el viejo instinto. El otro día llegué a una ciudad que apenas conocía, y paseando a mi aire por el casco viejo entré en un bar que no había pisado en mi vida. Allí había una barra y un dueño que se llama Dani, adora los álbumes de Tintín y sueña con leer libros hermosos y fotografiar cada mañana a quienes pasan por delante de su puerta, igual que Harvey Keitel en Smoke. Y había una camarera pelirroja y guapa que se llama Isabel y tiene una linda cicatriz horizontal en la frente. Y había un cliente, un tipo chiquitillo y duro que responde por Primitivo, que a los quince minutos y dos cañas me autorizó a llamarlo Primi, y me contó que acababa de conseguir unos reclinatorios de iglesia y ya había vendido tres. Y yo me pasé dos horas en ese bar y luego volví por la tarde a llevarle a Dani el Alatriste que le había prometido. Y allí seguía Primi, y un matrimonio joven con crío en un carrito, y algunos más. Y al día siguiente Dani y los otros, que leen poco porque no tienen tiempo, y hasta Primi, que no lee nada, fueron a la presentación de un libro mío y se llevaron a toda la peña. Y luego, cuando nos desembarazamos del protocolo de corbata y la parafernalia, nos fuimos al bar de Dani con el Califa, con su amigo el fotógrafo, con Encarna y con los otros; y el Califa me contó cómo lo dejó su novia y él se quedó hecho una mierda, pero a la quinta copa pude convencerlo de que esas cosas, colega, van incluidas en el precio de la vida. Y todos estuvimos contando chistes uno detrás de otro y descojonándonos horas y horas; y cuando yo conté el del cazador y el oso maricón, y luego el de la rata que va con un murciélago del brazo y le dice a otra rata que sí, que su novio es feo pero es piloto, el Califa, que cuenta unos chistes que te vas de vareta, se lo apuntó en un papel y luego juró que me seria fiel hasta la muerte. Y Primi me contó su vida, que tiene una novela, o varias. Y Encarna escenificó tres veces el chiste de la ninfómana. Y todos agarramos una castaña de cojones. Y Dani me regaló un Tintín de madera que había en un estante, y debajo escribió: de tus amigos. Y pocas veces se han escrito verdades como ésa.
11 de enero de 1998
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