lunes, 12 de febrero de 1996

Auto de fe en Sevilla


Hay que fastidiarse. Me pregunto si se habrían rasgado tantas y tan sonoras vestiduras en este país de fariseos, demagogos e hipócritas contumaces, si la red de prostitución de menores de Sevilla se hubiera estado ocupando con clientes heterosexuales en vez de con homos. O sea, que las tiernas criaturas -que eso de tiernas, permitan que me descuajeringue de risa- fuesen jovencitas en vez de jovencitos. Porque mucho se teme el arriba firmante que lo que de verdad le ha estado dando candela al personal en este episodio es realmente con la tan hispánica, tradicional y entrañable perspectiva del auto de fe: la posibilidad de ver desfilar con el capirote, camino de la hoguera, a personajes de la vida pública -el judío al que debíamos dinero, el morisco cuya mujer no conseguimos, el juez, el político o el cantante que nos hicieron la puñeta o a quienes envidiamos esto o lo otro- al grito de maricón, maricón. Que aquí es lo que de verdad disfrutamos llamándole a la gente.

Porque vamos a ver. Si de corrupción de menores se trata, no hacía falta irse a Sevilla. Ahora mismo salimos a la calle, y entre las mujeres que se dedican al ejercicio de la prostitución en cualquier ciudad -ejercicio tolerado y nunca reconocido, lo que deja a estas mujeres indefensas en manos de cualquiera- resultará que cuatro de cada diez son menores de edad. Y seis de esas diez lo hacen para pagarse la droga. Y la misma España a la que ellas se la maman por quinientos duros, les revende luego esa droga adulterada y llena de mierda, y así queda lo comido por lo servido. Pero eso o los chaperos que también son menores de edad y se lo buscan a la vista del público en cualquier esquina, a menudo con jueces, artistas, políticos, periodistas y ciudadanos varios, carece de la espectacularidad y el morbazo de un bar de copas sevillano con clientela tipo duque de Feria, pero esta vez amariconada y supuestamente VIP, jaleada por la prensa con titulares de primera y palmeros finos; que es lo que de verdad -dejémonos de leches- queríamos todos ver en el telediario. Porque no me digan que en esto de la corrupción y el estupor, calzarse a un menor en un bar de Sevilla va a resultar más grave que hacerlo en un hotel de Vigo o en un coche aparcado en un solar de Cáceres o que el hecho de ser homosexual -y conocido, o famoso- lo consideremos un agravante en este país de cantamañanas. Que mucho me temo que sí.

Al arriba firmante nunca le produjeron especiales humedades sensibles los jovencitos ni las jovencitas. Por el contrario, siempre me atrajo más una señora cuajada, densa, de bandera, que una lolita tonta del haba. Y, tal vez por esa incapacidad para paladear supuestos matices nabokovianos, nunca pude compartir el babeo de ciertos adultos ante la cosa impúber. Los menoreros me caen fatal, y lo siento. Así que, desde mi parcialidad habitual, espero de todo corazón que a los implicados en la movida sevillana, una vez debidamente documentada la cosa por la única vía competente, que es la judicial y no la de Nieves Herrero o similares, les den las suyas y las de un bombero, enviándolos unos cuantos años y un día a otros establecimientos donde también es habitual romperle el culo a la gente aunque, eso sí, con menos delicadeza que en el reservado de un club. Pero de ahí a aplaudir sus linchamientos público a manos de una sociedad que está muy lejos de tener las manos limpias para tirarle piedras a nadie, median varias parasangas, que diría Sócrates -ése sí que entendía, y ahí está- entre Efebo y Efebo.

Porque no me vengan con cuentos chinos. Ahora va a resultar que la juez de Sevilla ha descubierto esa red de golfos y bujarrones quinceañeros por inspiración del espíritu santo, y que hasta entonces nadie sabía nada de nada. Que los jueces y los policías nunca se han tomado una copa en bares de alterne, con ambiente o sin él, ni han mirado alrededor con el cubalibre en la mano, ni van -si son abstemios- por la calle de noche mirando las luces de neón ni el personal que entra, sale o se lo hace. Y va a resultar también que los periodistas que tanto empeño han puesto estas últimas semanas en esclarecer la verdad y nada más que la verdad, en pro de la noble causa del derecho a la información de los ciudadanos, nunca le echaron antes un vistazo a las páginas de anuncios breves de sus propios diarios donde menores y mayores de todos los sexos, razas y colores -Jovencísimos. Jovencísimas. Nos gusta por delante y por detrás. Teléfono tal, etcétera-, se vienen anunciando con profusión de detalles desde que Franco era cabo. O sea. Que ya me está a mi fastidiando tanto defensor de la infancia, tanto virtuoso y tanto gilipollas.

11 de febrero de 1996

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