Permítanme hoy dejar claras un par de cosas para quienes leen mal o no les interesa leer bien lo que leen. Hace unas semanas, después de ver por la tele la gala de los premios Goya al cine español, expresé en Twitter mi choteo ante el espectáculo, que incluía la eterna y reiterativa demanda de subvenciones al Estado; de más dinero, como había dicho antes alguno de los protagonistas, para la urgente prioridad de «hacer más cine antifascista». Etcétera.
Como esperaba, mi comentario no fue del agrado de todos. Algunos directores o actores me lo reprocharon con razones respetables; mientras que ciertos paniaguados del cine –en el sentido literal de la palabra– me pusieron como chupa del dómine Cabra, achacándome una doble moral: el caradura de Reverte critica las subvenciones tras haberlas recibido para las películas basadas en sus novelas, que son muchas. Ignorando, o quizás olvidando, que nunca recibí una subvención del Estado, que quienes las reciben son los productores, que a mí quien me subvenciona son mis lectores en cuarenta países, y que a los agentes literarios, cuando venden derechos de un autor al cine, les importa un carajo si quien desea comprarlos se financia con subvenciones estatales o con la herencia de su tía Ágata. Olvidando también que dos de las películas basadas en mis novelas –El capitán Alatriste y La novena puerta hecha por Polanski– no tuvieron subvención y fueron exitazos de taquilla. Olvidando, además, que cuando voy a presentaciones y ferias de libros en el extranjero lo pagamos mis editores o yo, nunca el Estado; y que si doy una conferencia en un colegio o institución pública, lo hago gratis. Y olvidando, en fin, que cuando alguien me contrata para una novela, una serie de televisión, un comisariado de exposición o lo que sea, cobro por mi trabajo según el valor de mercado de éste. Que es alto, en efecto; pero que nadie me regala por parentesco, por chupapollas ni por carnet de afiliado; entre otras cosas porque ni siquiera a la Asociación de la Prensa me afilié en mi puta vida.
Dicho todo eso, y pues me tocan el trigémino, van a permitir que diga lo que pienso de los Goya –con conocimiento de causa, porque gané uno–. Y lo que pienso, después de treinta años de festivales de San Sebastián y películas hechas por amigos o por gente que me da igual, es que la fiesta del cine español no es tanta fiesta como parece. Habría que recordar que quienes eligen a los premiados no son los espectadores sino los miembros de la Academia de Cine; o sea, los socios de un club privado que se premian entre ellos. Y que, por muchas alabanzas y aplausos que veamos en el escenario, los resultados de taquilla, es decir los gustos del público, pocas veces coinciden con los de esa Academia.
Hay, en mi opinión, dos factores que a menudo dañan de modo injusto el cine en España. Uno es que, junto a la excelente calidad de numerosos directores, técnicos y actores –hay películas estupendas–, contrasta la mediocridad de otros, y también el exceso de intérpretes a los que, o no te los crees, o no se les entiende cuando hablan. La otra es la intensa –suicida, diría yo– politización que un sector del cine español ha impuesto a éste, insultando las ideas o la inteligencia del público. Eso pone en contra a buena parte de la taquilla potencial, irritada además por el reclamar constante de gente guapa, famosa, que pisa vestida de gala la alfombra roja, pero que cuando abre la boca parece hacerlo para pedir un dinero que luego, con su trabajo y resultados, justifica o no justifica en absoluto.
Además, no es verdad que las ayudas sean pocas. Con la inversión obligatoria de televisiones y plataformas, el apoyo al cine alcanza 100 millones de euros; a lo que, si añadimos 40 millones de subvenciones directas y deducciones fiscales que llegan a 60 millones, resulta que cada año el cine se ve regado con 200 millones de mortadelos que todos los españoles, sin distinción de ideas o ideologías, le damos para que haga películas; una olla en la que todo cristo moja pan –los productores grandes, los primeros–, y con la que se hacen películas buenas, mediocres y también muy malas: doscientas al año, algunas de las cuales no se estrenan o logran recaudaciones ínfimas. Mientras que, por ejemplo, si se destinase la mitad a ayudar con criterio a nuevos directores y gente prometedora, que eso sí es invertir bien, con el resto aún podrían hacerse 25 películas grandes al año, con presupuesto de 4 millones cada una. O sea, una buena película cada dos semanas. E incluso, puestos a ayudar de verdad, destinando una parte a cursos de dicción e interpretación para actores más o menos jóvenes. Así se evitaría que en las salas de cine, en cuanto suenan los diálogos en ciertos tráilers, se oiga a algunos espectadores comentar «española» en un tono que nada bueno augura para el estreno y la taquilla.
16 de febrero de 2020
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