En el Tenampa, excepto algunos turistas guiris que caen por allí a las horas punta, son duros hasta los mariachis. Y lo que de verdad me gusta de ese antro es que permanece fiel a lo que fue. Música, tequila. Comas etílicos. La leche. Desde hace quince años, cada vez que viajo a México D.F., el Tenampa es una de mis dos visitas obligadas. La nocturna. La otra es hacia el mediodía, a una cantina -cuyo nombre, disculpen, no cito aquí para que no me la revienten- donde uno puede tequilear oyendo a José Alfredo y narcocorridos de los Tigres del Norte en la rockola. En el Tenampa, sin embargo, la música es en vivo. Se paga por oírla, incluso a veces antes de llegar al sitio. Según las horas, cruzar la plaza Garibaldi puede ser una pequeña aventura. Ni lo pienses, te dicen los amigos, o el personal del hotel. De noche, Garibaldi es territorio comanche. Llena de mariachis a la caza y de delincuentes a lo mismo. Además, a una cuadra empieza el barrio de Tepito, donde son peligrosos hasta los policías; y al salir con Xavier Velasco o con el Batman Güemes del Catorce –que ahora es el Quince– o del Bombay te puedes encontrar el cañón de una cuarenta y cinco en la sien, porque hasta los taxistas te atracan con toda la naturalidad del mundo. Hablándote, eso sí, todo el rato de usted. Aquí, los atracadores no han perdido las maneras. Deme usted ahorita las tarjetas de crédito o se muere, dicen apuntando la artillería. Y me fascina ese formal se muere. Lo plantean como si se tratara de tu exclusiva responsabilidad. Los hijoputas.
He vuelto al Tenampa, claro. A la mesa de siempre, bajo las efigies de Cornelio Reyna –me bajé de la nube en que andaba–, de Jorge Negrete, de Vicente, de José Alfredo. Los clásicos. Como era entre semana, no me cachearon en la puerta. Había poca gente, como debe ser: un par de grupitos de mejicanos, dos fulanos con una torda en la mesa de al lado, mariachis cantando a tanto la pieza, ya saben: cuántas veces me sacaron del Tenampa, hablando de mujeres y traiciones, la mitad de mi copa dejé servida, etcétera. Lo de siempre. Se vinieron a la mesa mis mariachis de plantilla, dirigidos por el compadre César, casado con española. Una hora y quince minutos cantando, y yo con ellos. Una pasta, rediós, pero siempre vale la pena. Esta vez, tras unas cuantas clásicas –por supuesto, Mujeres divinas la primera– nos dio por los corridos de la Revolución: Siete Leguas, La tumba de Villa. Y otras. Lo bueno de los antros mejicanos es que, si quieres y eres un tipo derecho, nunca estás solo. Pagas una copa, o las que hagan falta, y al rato has hecho amigos para toda la vida. Esta vez, igual. Los dos fulanos de la mesa de al lado eran un sujeto con pinta de guardaespaldas y otro maduro, de pelo corto y gris. La jaca que iba con el maduro se levantaba de vez en cuando a cantar con los mariachis. Al final, el jambo se me acercó, muy cortés. «Soy el general Zutano. ¿También es usted militar?», preguntó. «Lo fui», respondí con el aplomo de haberme calzado tres tequilas. «Lo he notado por su aspecto –apuntó, perspicaz–. ¿Qué graduación?» Lo miré muy serio, cuadrándome. «Me retiré de comandante, mi general.» En dos minutos éramos íntimos. Me invitó a unirme a su mesa, a su guardaespaldas y a su piruja, pero decliné. La piruja era de las que suelen traer problemas, como aquella de otra noche, cuando un narco quiso pegarnos unos pocos plomazos a Sealtiel Alatriste y a mí porque mirábamos demasiado, dijo, a su hembra. En fin. Cuando el general, su guarura y su moza se fueron, el miles gloriosus me dedicó un saludo castrense. Se lo devolví, marcial. Me encanta México.
A poquito, rodeado por los mariachis –esa noche no dejaron un peso en mi cartera, los malditos– César se me sentó un rato a la mesa y charlamos, como de costumbre. México, España. Lo de siempre. De vez en cuando viaja aquí con su mujer. Esos chatos de vino, rememoraba nostálgico. Ese jamón de pata negra. Llevaba una insignia con la cruz de Santiago en la solapa de su chaqueta de charro. De pronto se inclinó hacia mí, y con aire de confidencia pero en voz alta, dijo: «Oiga, mi don Arturo. Yo soy malinchista, proespañol. Nací en Tlaxcala, donde los indios que ayudaron a Cortés. O sea, que soy tlaxcalteca, a mucha honra. ¿Y sabe nomás qué le digo? –en ese punto señaló a sus compañeros, que asentían bonachones, guitarra en mano–… ¡Pues que entre usted y yo chingamos bien a todos estos cabrones!».
19 de enero de 2004
He vuelto al Tenampa, claro. A la mesa de siempre, bajo las efigies de Cornelio Reyna –me bajé de la nube en que andaba–, de Jorge Negrete, de Vicente, de José Alfredo. Los clásicos. Como era entre semana, no me cachearon en la puerta. Había poca gente, como debe ser: un par de grupitos de mejicanos, dos fulanos con una torda en la mesa de al lado, mariachis cantando a tanto la pieza, ya saben: cuántas veces me sacaron del Tenampa, hablando de mujeres y traiciones, la mitad de mi copa dejé servida, etcétera. Lo de siempre. Se vinieron a la mesa mis mariachis de plantilla, dirigidos por el compadre César, casado con española. Una hora y quince minutos cantando, y yo con ellos. Una pasta, rediós, pero siempre vale la pena. Esta vez, tras unas cuantas clásicas –por supuesto, Mujeres divinas la primera– nos dio por los corridos de la Revolución: Siete Leguas, La tumba de Villa. Y otras. Lo bueno de los antros mejicanos es que, si quieres y eres un tipo derecho, nunca estás solo. Pagas una copa, o las que hagan falta, y al rato has hecho amigos para toda la vida. Esta vez, igual. Los dos fulanos de la mesa de al lado eran un sujeto con pinta de guardaespaldas y otro maduro, de pelo corto y gris. La jaca que iba con el maduro se levantaba de vez en cuando a cantar con los mariachis. Al final, el jambo se me acercó, muy cortés. «Soy el general Zutano. ¿También es usted militar?», preguntó. «Lo fui», respondí con el aplomo de haberme calzado tres tequilas. «Lo he notado por su aspecto –apuntó, perspicaz–. ¿Qué graduación?» Lo miré muy serio, cuadrándome. «Me retiré de comandante, mi general.» En dos minutos éramos íntimos. Me invitó a unirme a su mesa, a su guardaespaldas y a su piruja, pero decliné. La piruja era de las que suelen traer problemas, como aquella de otra noche, cuando un narco quiso pegarnos unos pocos plomazos a Sealtiel Alatriste y a mí porque mirábamos demasiado, dijo, a su hembra. En fin. Cuando el general, su guarura y su moza se fueron, el miles gloriosus me dedicó un saludo castrense. Se lo devolví, marcial. Me encanta México.
A poquito, rodeado por los mariachis –esa noche no dejaron un peso en mi cartera, los malditos– César se me sentó un rato a la mesa y charlamos, como de costumbre. México, España. Lo de siempre. De vez en cuando viaja aquí con su mujer. Esos chatos de vino, rememoraba nostálgico. Ese jamón de pata negra. Llevaba una insignia con la cruz de Santiago en la solapa de su chaqueta de charro. De pronto se inclinó hacia mí, y con aire de confidencia pero en voz alta, dijo: «Oiga, mi don Arturo. Yo soy malinchista, proespañol. Nací en Tlaxcala, donde los indios que ayudaron a Cortés. O sea, que soy tlaxcalteca, a mucha honra. ¿Y sabe nomás qué le digo? –en ese punto señaló a sus compañeros, que asentían bonachones, guitarra en mano–… ¡Pues que entre usted y yo chingamos bien a todos estos cabrones!».
19 de enero de 2004
1 comentario:
Pa ser Académico lo borda. Con los rollos soporíferos que nos podría contar y sin embargo,cuando quiere tiene mucha gracia. Le agradezco el buen rato, aunque le traiga al pairo,sospecho.
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