Pues no sé lo que pensarán ustedes, pero llevamos casi un mes del nuevo milenio y no lo veo nada claro. Igual es que me precipito un poco, y hay que dar un margen de confianza de cien o trescientos años, o qué sé yo. Pero lo cierto es que después de encajar hasta la náusea todos los buenos augurios y etcétera, salgo a la calle, miro el careto de cierta gente y el mío propio, y concluyo que, bueno, pasado el momento de euforia de las fechas redondas y demás, no hay motivo para tirar cohetes. Así que no me vendan motos con eso de que en los siglos venideros el hombre, tras abastecerse de capacidad técnica, va a dedicarse a ensanchar sus proyectos humanos. Porque el hombre —no hay más que vernos— va a ensanchar una puñetera mierda.
A ver si consigo explicarme. Hoy le he mirado la cara a un policía. Un careto normal, con un ligero toque agropecuario, estólido y profesional como todos los policías del mundo: esperando órdenes de ayudar a la gente, incluso a costa de su vida, o esperando orden de molerla a palos y que el coste de la vida lo pongan otros. Todo según respire quien paga el jornal. Y por una extraña asociación de ideas —o no tan extraña—, me he puesto a pensar que en el siglo XX los hombres hicimos realidad, o casi, viejos sueños e ideales: el reconocimiento de la democracia como forma menos mala de gobierno, los derechos humanos, la condición de la mujer, el avance de la ciencia y la tecnología, el acceso a la cultura, y cosas así. Conseguimos —ustedes, porque yo sólo miraba— que las democracias liberales derrotaran, o al menos recortaran las alas, a tres de los cuatro peores enemigos de la libertad; el fascionazismo racista, el comunismo de gulag planteado como negocio de Stalines y mangantes, y la multinacional oportunista, reaccionaria, nefasta cuando se la considera en un contexto histórico, que preside el Papa de Roma (cuyos pastores españoles, por cierto, mojan otra vez en todas las salsas y subvenciones, con la tranquilidad de quien tiene pías ovejas en los ministerios y seguras las espaldas. Por eso derrotar lo escribo con las debidas reservas).
Al cuarto jinete —el dinero aliado con la infame condición humana—, a ése no lo derrotó nadie. Por eso, agotadas las utopías y las revoluciones impulsadas por ideologías, la única revolución que ahora parece posible es la del rencor y la desesperación: la de los parados, los hambrientos, los infelices que se asoman al perverso escaparate de la tele, soñando con participar de un mundo artificial e injusto que ya no pretenden cambiar, sino gozar. Parias de la tierra que se han ganado el derecho a ser crueles cuando afilen el machete; y a los que, cuando al fin su rencor estalle en devastadora intifada, no bastarán para contener todas las policías del mundo. Creíamos que el progreso abriría otra clase de caminos; pero ahora sabemos que la ciencia y la facilidad de acceso a la cultura no garantizan nada. Incluso pueden pervertirse y coexistir con el mal o la barbarie, y fomentarlos: había científicos en Auschwitz y melómanos en el Kremlin. En un mundo consciente de su capacidad de destruirse a sí mismo, el ser humano sigue sin aprender la lección terrible de su experiencia. El lema sigue siendo ahí me las den todas. En mis biznietos.
Y sobre todo está la divisa de este tiempo: la ambición. El afán del hombre por ser más de lo que razonablemente puede llegar a ser. Esa locura desmedida es la que convierte cualquier experimento cultural o científico, cualquier clave de progreso, en arma de doble filo. No hay tanta diferencia entre el bodeguero golfo que arruina una marca de prestigio añadiendo uva bastarda, o el que atiborra las carnicerías de basura mortal por usar piensos baratos, con el científico que aspira a donar al ser humano y juega al doctor majareta bajo el pretexto de que así podremos prevenir las enfermedades, el dolor y la muerte. En el fondo, el móvil es el mismo: las vacas locas, la contaminación, la capa de ozono, la lluvia ácida, las leyes que se aprueban para donar bichos, embriones o lo que se tercie, so pretexto de que así se prevendrá el cáncer, el Alzheimer o la gonorrea, los transgénicos sospechosos que justificamos con el pretexto de comida a los hambrientos, mientras quemamos las cosechas para mantener los precios. Todo responde a la ambición: queremos ganar dinero rápido, y además no morirnos nunca. Y somos tan arrogantes, tan irresponsables, que para conseguirlo osamos alterar las leyes de la Naturaleza. Por la soberbia y el capricho de vivir más a cualquier precio, abrimos peligrosas cajas de Pandora, apelando a la ética y al sentido común del ser humano —unas garantías que manda huevos— para establecer los frenos y los límites. Por eso, en lo que a mí se refiere, prefiero que el doctor Frankenstein vaya y done a la vaca loca de su puta madre. Adoro mi incógnita fecha de caducidad. Y prefiero no estar aquí cuando este laboratorio imbécil se vaya a tomar por saco.
21 de enero de 2001
A ver si consigo explicarme. Hoy le he mirado la cara a un policía. Un careto normal, con un ligero toque agropecuario, estólido y profesional como todos los policías del mundo: esperando órdenes de ayudar a la gente, incluso a costa de su vida, o esperando orden de molerla a palos y que el coste de la vida lo pongan otros. Todo según respire quien paga el jornal. Y por una extraña asociación de ideas —o no tan extraña—, me he puesto a pensar que en el siglo XX los hombres hicimos realidad, o casi, viejos sueños e ideales: el reconocimiento de la democracia como forma menos mala de gobierno, los derechos humanos, la condición de la mujer, el avance de la ciencia y la tecnología, el acceso a la cultura, y cosas así. Conseguimos —ustedes, porque yo sólo miraba— que las democracias liberales derrotaran, o al menos recortaran las alas, a tres de los cuatro peores enemigos de la libertad; el fascionazismo racista, el comunismo de gulag planteado como negocio de Stalines y mangantes, y la multinacional oportunista, reaccionaria, nefasta cuando se la considera en un contexto histórico, que preside el Papa de Roma (cuyos pastores españoles, por cierto, mojan otra vez en todas las salsas y subvenciones, con la tranquilidad de quien tiene pías ovejas en los ministerios y seguras las espaldas. Por eso derrotar lo escribo con las debidas reservas).
Al cuarto jinete —el dinero aliado con la infame condición humana—, a ése no lo derrotó nadie. Por eso, agotadas las utopías y las revoluciones impulsadas por ideologías, la única revolución que ahora parece posible es la del rencor y la desesperación: la de los parados, los hambrientos, los infelices que se asoman al perverso escaparate de la tele, soñando con participar de un mundo artificial e injusto que ya no pretenden cambiar, sino gozar. Parias de la tierra que se han ganado el derecho a ser crueles cuando afilen el machete; y a los que, cuando al fin su rencor estalle en devastadora intifada, no bastarán para contener todas las policías del mundo. Creíamos que el progreso abriría otra clase de caminos; pero ahora sabemos que la ciencia y la facilidad de acceso a la cultura no garantizan nada. Incluso pueden pervertirse y coexistir con el mal o la barbarie, y fomentarlos: había científicos en Auschwitz y melómanos en el Kremlin. En un mundo consciente de su capacidad de destruirse a sí mismo, el ser humano sigue sin aprender la lección terrible de su experiencia. El lema sigue siendo ahí me las den todas. En mis biznietos.
Y sobre todo está la divisa de este tiempo: la ambición. El afán del hombre por ser más de lo que razonablemente puede llegar a ser. Esa locura desmedida es la que convierte cualquier experimento cultural o científico, cualquier clave de progreso, en arma de doble filo. No hay tanta diferencia entre el bodeguero golfo que arruina una marca de prestigio añadiendo uva bastarda, o el que atiborra las carnicerías de basura mortal por usar piensos baratos, con el científico que aspira a donar al ser humano y juega al doctor majareta bajo el pretexto de que así podremos prevenir las enfermedades, el dolor y la muerte. En el fondo, el móvil es el mismo: las vacas locas, la contaminación, la capa de ozono, la lluvia ácida, las leyes que se aprueban para donar bichos, embriones o lo que se tercie, so pretexto de que así se prevendrá el cáncer, el Alzheimer o la gonorrea, los transgénicos sospechosos que justificamos con el pretexto de comida a los hambrientos, mientras quemamos las cosechas para mantener los precios. Todo responde a la ambición: queremos ganar dinero rápido, y además no morirnos nunca. Y somos tan arrogantes, tan irresponsables, que para conseguirlo osamos alterar las leyes de la Naturaleza. Por la soberbia y el capricho de vivir más a cualquier precio, abrimos peligrosas cajas de Pandora, apelando a la ética y al sentido común del ser humano —unas garantías que manda huevos— para establecer los frenos y los límites. Por eso, en lo que a mí se refiere, prefiero que el doctor Frankenstein vaya y done a la vaca loca de su puta madre. Adoro mi incógnita fecha de caducidad. Y prefiero no estar aquí cuando este laboratorio imbécil se vaya a tomar por saco.
21 de enero de 2001
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