Era la travesti –entonces se llamaban así– más guapa que vi nunca: morena, alta. Alejandra, se llamaba. Y según como la mirases podía parecerse a Candice Bergen y a Julia Roberts. Sólo cuando te fijabas mucho, sobre todo en las manos y la nuez del cuello, intuías que aquello tenía gato encerrado. Y realmente lo había; pues aunque ella ejercía la prostitución, o precisamente la ejercía por ese motivo, en realidad ahorraba para operarse lo que la naturaleza, que a veces es tan hermosa como malvada, le había puesto de sobra.
La conocí a finales de los años ochenta, haciendo unos reportajes para televisión sobre el lado más duro de las noches de Madrid. Ese mundo estaba entonces menos visto que ahora y era más noticia, pero mover una cámara en esos ambientes no era fácil. Durante un tiempo anduve entre putas, chulos de putas, drogadictos, camellos, atracadores y policías. A veces, los infiernos rondaban cerca. Era como ir en taxi a la guerra; a otra guerra no tan espectacular, pero casi tan cruda como las habituales. Me movía bien, respetaba las reglas, sabía escuchar y cómo hacer que la gente hablara. Mi oficio era hacerme aceptar, y lo conseguía con labia y pagando copas o lo que hubiera que pagar. Y fue así como me hice aceptar por Alejandra.
Decir que éramos amigos sería excesivo. Tenía información que yo necesitaba, sobre ella misma y sobre el ambiente en que vivía. Al principio la compensaba por su tiempo. Tomábamos copas en el Madrid peligroso o paseábamos conversando. Apareció en algunos reportajes de forma discreta, sin comprometerse y sin comprometerla. También fue a La ley de la calle, aquel programa de radio nocturno que tenía con mis compadres Juan el yonqui, Ruth la puta, Manolo el policía y Ángel Ejarque, ex boxeador, pícaro profesional y rey del trile callejero. Nos íbamos de copas todos juntos y Alejandra lo pasaba bien. Creo que me tenía afecto. Yo, desde luego, se lo tenía. Era buena persona. Conocí con detalle su vida desgraciada y terrible, despreciada por un mundo en el que tenía difícil encaje. Recuerdo una coletilla suya que surgía a menudo en la conversación: lo máximo a que aspiraba. Un buen hombre que me quiera, repetía. Un buen hombre que me quiera.
Lo pasábamos bien en aquellas noches de copas, cigarrillos y bares canallas. Se reía con mis chistes malos, y yo con ella. Una vez tuvimos bronca seria con mala gente de la que, en buena parte gracias a su temple, salimos bastante bien parados. A su lado aprendí la eficacia de un tacón de aguja como arma defensiva. Era ingeniosa, sarcástica, divertida y valiente, y muchas veces me pregunté cuánto de bueno podía haber habido en su vida de discurrir ésta por otros cauces. Sin este destino cabrón que tanto nos marca, nos enreda y a veces nos condena.
Dejé la radio, dejé la tele, dejé las guerras, escribí novelas y a Alejandra la perdí de vista. La encontré catorce años después, teñida de rubio, en la esquina de la calle de la Bolsa. Ya no era tan guapa. Seguía ejerciendo el oficio. Nos metimos en un bar como en los viejos tiempos y me contó aquellos años sin suerte: una operación de cambio de sexo que no salió como esperaba, un hombre no tan bueno que no la quiso tanto como soñó que la quisieran. Aun así, el viejo orgullo la mantenía erguida frente a mí, sin perder la compostura: digna como la señora que siempre fue, o siempre quiso ser. Nos despedimos tristes, y con sólo dos palabras detuvo mi ademán de sacar la cartera y dejarle algo en el bolso para ayudarla.
Transcurrieron otros doce años sin que volviese a verla. Y poco antes de la pasada Navidad la encontré en los soportales de la Plaza Mayor, donde se sitúan los vendedores de abetos. O más bien creí que era ella. Estaba sentada en una sillita ante una lona sobre la que había trozos de corcho de los que se venden para ambientar los belenes. De nuevo morena, avejentada, gorda, con arrugas en la cara y calentándose las manos en los bolsillos de un anorak sucio. Pensé que era Alejandra, y para comprobarlo me puse delante, contemplando los trozos de corcho. Pero no dio muestras de reconocerme. Me miró a los ojos y su mirada resbaló al vacío, perdiéndose en la plaza. Eso me hizo dudar, así que me agaché y cogí un trozo de corcho. «¿Qué vale?», pregunté. Me miró de nuevo como se mira a un desconocido. «Cinco euros», repuso seca. Le entregué un billete de 50 y movió la cabeza. «No tengo cambio», dijo. Respondí que daba igual, que el trozo bien podía valer esa cantidad. Sin manifestar sorpresa ni dar las gracias, se metió el billete en el bolsillo y volvió a mirar hacia la plaza. Entonces di media vuelta y me alejé con mi trozo de corcho en la mano. Sabiendo que me había reconocido y que era ella.
14 de junio de 2020
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