domingo, 7 de junio de 2020

El hombre al que pude matar


Ocurrió hace años. Estaba sentado en la terraza de un bar cuando se me acercaron dos jovencitos quinceañeros. «Tú quisiste matar a mi padre», dijo uno de ellos a quemarropa. Los miré, desconcertado. «¿Quién es vuestro padre?», pregunté. Me lo dijeron. Estuve un momento callado y luego pregunté quién les había contado eso. «Nos lo ha contado él», respondieron. Me gustó su aplomo, su decisión de críos dispuestos a ajustar cuentas. «¿Y vuestro padre me guarda rencor?», inquirí. Fue el mayor quien respondió. «No, porque dice que él habría hecho lo mismo». Entonces les pedí que se sentaran. Lo hicieron, recelosos. No quisieron tomar nada y se quedaron en el borde de la silla, muy tensos. Eran chicos duros y me gustó que lo fueran. Entonces les conté mi versión de la historia. 
 
Ocurrió a finales de 1975 en un lugar del Sáhara llamado El Farsía; que era como estar en mitad de la nada, con la diferencia de que esa nada estaba llena de soldados marroquíes que tenían cercada a una diezmada katiba de guerrilleros saharauis. Y había un problema adicional: había allí dos periodistas españoles de veintipocos años, con la mala suerte de no estar con los marroquíes sino con los otros, los guerrilleros. Y tanto éstos como los periodistas lo estaban pasando muy mal. No había forma de salir de allí, al que se movía lo achicharraban, y para colmo no quedaba agua para beber, el sol pegaba vertical con unos 45º a la sombra –si hubiera habido sombra, que no era el caso–, y la inmovilidad, el sudor, los tiros, el tormento de las moscas, el miedo, ponían los nervios al límite de su resistencia. 
 
Todo ser humano, por templado que sea, tiene unos límites. Son las circunstancias las que te acercan o alejan de ellos. Aquel día de tortura insoportable, los nervios de uno de los reporteros tocaron el límite antes que los del otro. Salió primero su número. Así que, tras haber aguantado durante días y sobre todo durante las últimas horas, agotado por la tensión, perdió la compostura. Hay que rendirse, dijo. Gritemos que somos periodistas, levantemos los brazos y salgamos de aquí. Su compañero, sin embargo, no lo veía así de fácil. Nadie sabía que estaban allí, opuso con cierto sentido, y a los de enfrente les daban igual dos vidas más o menos. Tampoco les iba a gustar que hubiera testigos de aquello, ni que dos reporteros fueran en plan coleguillas con sus enemigos. Y si los cogían vivos, añadió, quizá fuera peor, porque les iban a ir dando por el culo hasta Tarfaya. Esa fue exactamente la frase, concreta, inolvidable: «Nos van a ir dando por el culo hasta Tarfaya». 
 
El plan, había dicho el jefe de los saharauis, era esperar la noche para infiltrarse entre los marroquíes y escapar. Pero para eso había que estar tranquilos y callados. Sin embargo, el otro periodista no se dejaba convencer. Empezó a ofuscarse y a gritar, todo eso tirados cuerpo a tierra, parapetados entre las piedras desnudas, roncos de sed y con el sol asesino sobre sus cabezas. Y cuando hizo ademán de levantarse para ir hacia los marroquíes, su compañero le sacó a uno de los que estaban tumbados junto a ellos una pistola que el guerrillero llevaba en una funda colgada al cinto: una vieja Astra del 9 largo. El caso es que cogió la pistola, le quitó el seguro, se la puso al colega en la cabeza y señaló a los saharauis. «Nos pones en peligro a todos –dijo con toda la firmeza de que fue capaz–. Si te pego un tiro, éstos no van a decir nada a nadie». Y los saharauis miraban, callados y aprobadores. 
 
Esa misma noche, en absoluto silencio los guerrilleros y los periodistas consiguieron infiltrarse entre los marroquíes –todavía hoy parece un milagro al recordarlo– y escapar de allí. Excepto aquellos diez minutos de crisis, el comportamiento del periodista que había perdido un momento los nervios fue impecable. Arrastrándose en la oscuridad se condujo con un valor tranquilo, y hasta se arriesgó un par de veces para esperar y ayudar al compañero. Publicados en España, los reportajes y fotografías fueron una gran exclusiva: éxito total. Ninguno volvió a comentar el incidente hasta una semana más tarde, cuando tomaban juntos una copa con las chicas del cabaret de Pepe el Bolígrafo, en El Aaiún. En un momento determinado, de improviso, uno de ellos sonrió y le dijo al otro: «Supongo que yo habría hecho lo mismo que tú». Ésa fue su absolución de hermanos, y no hubo nada más. Después se miraron a los ojos en silencio y encargaron a Chocolate, el camarero negro, la botella de champaña que Silvia y la Franchute llevaban mucho rato pidiendo. 
 
7 de junio de 2020 
 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es la enésima vez que Arturo Pérez-Reverte nos cuenta sus batallitas como reportero de guerra por no decir las veces que nos ha dicho o ha insinuado lo mucho que se ha jugado el pellejo en ese trabajo. No obstante, me viene a la memoria a la hora de contarnos estas vivencias como si fuera un soldado más que participara en los diferentes conflictos en primera línea, que hace ya unos años, a principios de los noventa, el periodista, presentador y humorista Alfonso Arús se hacía eco de la fama que tenía el señor Pérez-Reverte de ver los toros desde la barrera como la persona que siempre ha sabido nadar y guardar la ropa, y en un vídeo satírico se mofaba de él al imitar al reportero en un programa de “Videos de Primera” en el que describía un ataque desde muy muy lejos, de hecho desde fuera de la ciudad atacada.
Me gustaría ver al señor Pérez-Reverte a altas horas de la madrugada cuando regresaba del trabajo que me ayudaba a costear los estudios y el alojamiento en el barrio marginal en el que residía de estudiante, que debido a la laxitud de nuestras leyes, la delincuencia y la drogadicción campaban por sus respetos y que en alguna ocasión me dieron más de un disgusto, por lo que parafraseando al propio Arturo Pérez-Reverte: menos lobos caperucita.