Mi amor por los trenes empezó, como la mayor parte de las cosas que recuerdo, en un libro que leí con ocho o nueve años: lo escribió Julio Verne, se llama Claudio Bombarnac, y cuenta la historia de un periodista francés que en 1892 viaja de Bakú a Pekín en un imaginario ferrocarril Transasiático, en cuya ruta le ocurren innumerables peripecias, incluido el conocimiento de interesantes y misteriosos compañeros de viaje. Añadan a eso otros libros leídos muy pronto, como los relatos viajeros de Paul Morand, las novelas de crímenes en trenes de Agatha Christie y Orient Express de Graham Greene, y comprenderán fácilmente hasta qué punto la imaginación de un niño y más tarde un muchacho lector quedó fascinada por ese ambiente. Y a eso hay que añadir, por supuesto, el cine: Alarma en el expreso, de Hitchcock, por ejemplo. También Berlin Express, Desde Rusia con amor y, sobre todo, El expreso de Shanghai, donde en mi juventud –y juro que no sólo entonces– habría dado cualquier cosa por ser durante cinco minutos Clive Brook fumando junto a Marlene Dietrich («Hicieron falta muchos hombres para llamarme Shanghai Lily») en la plataforma trasera del vagón que cruza la turbulenta China.
Por el tiempo que me ha tocado vivir llegué tarde a muchas cosas; pero algunas pude conocerlas cuando estaba a punto de apagarse la luz y todavía sonaba la música. Eso incluye esa clase de trenes, aquellas paradas nocturnas en andenes cubiertos de niebla a los que bajabas a estirar las piernas o a tomar un café en la cantina de la estación. Nunca viajé en el Orient Express como tal; pero a finales de los años 70 fui de Viena a Belgrado y Estambul por la misma vía por donde poco antes aún circulaba ese tren mítico, y me alojé en el Pera Palace y en otros hoteles vinculados a su centenaria historia y a los viajeros que la protagonizaron. También viajé siempre de Madrid a París en coche cama (Cie. Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Europeens), hasta que RENFE –golpe bajo que jamás perdoné– suprimió el servicio y me obligó a tomar el maldito avión. Lo mismo hice hasta hace poco en los viajes Madrid-Lisboa, postrer reducto de los entrañables coches cama españoles y portugueses, aunque en los últimos tiempos con un servicio decaído, rancio y miserable, que a la hora de teclear esta página ignoro si sigue funcionando o falleció de muerte natural.
Y, bueno. El tiempo pasa y las cosas cambian. Ya no puedo dar una propina al encargado para que me atienda bien durante la noche, ni abrazar a una mujer en la estrecha litera mecido por el sonido de los bogies, ni fumar un Players apoyado en una ventanilla del pasillo, ni sentarme sin prisas, correctamente vestido, en la mesa de un vagón restaurante y disfrutar de un buen vino mientras observo el paisaje o a los pasajeros; aunque me desquito procurando que ahora lo hagan los personajes de algunas de mis novelas, como Lucas Corso en El club Dumas o Lorenzo Falcó en Sabotaje. Hoy los trayectos duran pocas horas, pues todo exige –lo exigimos, con afán a veces innecesario– un transporte más veloz y más práctico. Obligados, además, a soportar la charla impertinente de los imbéciles que vocean su vida e intimidades mediante teléfonos móviles. Pero aun así, viajar en tren me sigue produciendo una felicidad singular: una especie de estado de gracia sereno y expectante. En Francia, Italia, España, Europa, los trenes rápidos son excelentes y los lentos dejan tiempo para pensar. Es otro mundo. Todavía se aprecian maravillosas vistas desde la ventanilla de un vagón de ferrocarril, sobre todo cuando lo haces levantando la mirada del libro que tienes en las manos. Esos libros que cuentan cómo era viajar en tren en otro tiempo, y te enseñan a disfrutarlo ahora.
17 de noviembre de 2019
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