Salió el otro día en la tele: un aprisco de ovejas tras la incursión nocturna de una jauría de perros asilvestrados. Impresionaba el desconcierto desolado de los pastores junto a los pobres animales muertos o moribundos, acurrucados con el cuello deshecho, la carne viva y ensangrentada, aún palpitante, al descubierto. Como si en vez de perros se hubiera colado en el corral, por la noche, un grupo de carniceros serbios. Llegaron en la oscuridad, contaba uno de los pastores, excavando con astucia bajo la valla metálica, y se lanzaron a la matanza con evidentes ganas de hacer daño. Por las huellas eran siete u ocho, y dos de ellos fueron acorralados y capturados por la Guardia Civil en el monte cercano, todavía con sangre en el hocico. La cámara los mostraba atados y encerrados en un patio. Uno era grande, amastinado, de mandíbulas poderosas, y alzaba la cabeza con firmeza y desafío, como diciendo «lo haría otra vez en cuanto me soltarais». El otro era un tiñalpilla menudo, paticorto, de ojos grandes y oscuros, que miraba a la cámara con el aire arrepentido y lastimero de un Lute de cuatro patas; al estilo de esos delincuentes que, al pillarlos con las manos en la masa, dicen que roban o matan porque tienen hambre y la sociedad los hizo como son. El destino de ambos reclusos estaba claro: pruebas veterinarias y sacrificio. No pude evitar asociarlos con una pareja de presidiarios convictos en el corredor de la muerte, el duro que mantiene el tipo, y el tímido y asustado que, hasta el final, intenta convencernos de que es inocente. Supongo que a la hora de teclear estas líneas ya estarán muertos.
Me quedó algo de esos perros, sin embargo. Una sensación extraña, incómoda, que me lleva a hablar hoy de ellos. En primer lugar, porque la muerte de ciertos seres humanos me tiene a veces sin cuidado; pero la de un perro no me deja nunca indiferente. Siempre sostuve que esos animales son mejores que las personas, y que cuando uno de nosotros desaparece del mapa, el mundo no pierde gran cosa; a veces, incluso, se libera de un verdugo o de un imbécil. Pero cada vez que muere un buen perro, todo se vuelve más desleal y sombrío. Lo de buenos o malos perros también es relativo. La mayor parte de las veces, lo que separa a uno heroico y bondadoso de otro majara, o asesino, no es más que la confusa y compleja línea que separa a un amo normal de un hijo de la gran puta. Porque los perros son, casi siempre, como los humanos los hacemos.
En eso pienso ahora, con el mastín tipo duro y el chusquelillo de ojos melancólicos nítidos en el recuerdo. No es la primera vez que perros asilvestrados salen en los periódicos o en el telediario. Y siempre me quedo pensando mucho rato en esas jaurías espontáneas, formadas por chuchos supervivientes de las cunetas y las autopistas, que tras verse abandonados por sus amos sobreviven al calor, a la sed, al hambre, a la soledad; y lamiendo sus llagas terminan juntándose, para su fortuna, con otros hermanos de exilio, con otros proscritos que, igual que ellos, pasaron de ser cachorrillos mimados un día de Reyes a presencia molesta en casa de amos irresponsables, para terminar siendo abandonados a su suerte en un mundo difícil para el que nadie los había preparado. Un territorio hostil que ni conocían ni imaginaban.
Por eso, para calmar la tristeza que me produce ese pensamiento y no conmoverme demasiado, prefiero creer que esos perros que, precisos y letales, atacaron el aprisco con objeto de comer un poco y matar mucho, poseen inteligencia suficiente para saber lo que hacían. No quiero pensar en accidente, o azar. Prefiero imaginarlo todo como venganza de un grupo salvaje, de una jauría asesina formada por los que en otro tiempo fueron tiernos cachorros, y ahora, maltratados, abandonados, proscritos por dueños que les dieron un cruel amago de felicidad antes de sumirlos en el estupor y la soledad, atacan y matan sin piedad, por ansia de revancha, por simple sed de sangre, aunque el precio sea acabar luego como los dos colegas del telediario, el mastín y el paticorto, en manos de la Guardia Civil. Que tampoco es mal final, por cierto, después de haber visto arder naves más allá de Orión y todo eso, corriendo libres por los campos, cazando, matando y lo que se tercie –supongo que también habrá perras guapas en esas jaurías–. Ajustando cuentas, en fin, como una partida de bandoleros sin ley ni amo, devueltos a la barbarie, echados al monte por la injusticia y la estúpida maldad de los hombres.
1 de abril de 2007
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