Hay un columnista al que leo cada mes en la revista literaria gabacha Lire. Se llama Frédéric Beigbeder y no lo conozco personalmente; pero me agradan su ironía, sus puntos de vista, y sobre todo su forma de entender la cultura. Una forma ilustrada, por supuesto, pero lejos de la pedantería intelectual en la que tantos, franceses o no, incurren a menudo. En cuanto a Beigbeder, no siempre comparto sus opiniones; pero es inteligente, y me interesa lo que dice y cómo lo dice. La última página suya que he leído la dedicaba a comentar un juicio despectivo de Nicolas Sarkozy sobre La princesa de Clèves, de Madame de La Fayette: novela que, en no demasiadas páginas, relata la historia de una mujer hermosa y triste enamorada de un hombre que no es su marido, y al que renuncia para salvaguardar su honor, incluso después de que el marido haya muerto de pena, creyéndose -sin fundamento- engañado por ella.
Entre otros sentimientos, la mención a La princesa de Clèves me despierta recuerdos gratos. La leí a los quince o dieciséis años, en la biblioteca de mi abuela materna; y desde sus primeras líneas -«Nunca brillaron tanto en Francia la magnificiencia y la galantería como en los últimos años del reinado de Enrique II...»- me conmovió por su elegancia y delicadeza. Virtudes estas que, según apunta Frédéric Beigbeder con ácida coña, no sirven, a juicio de Sarkozy, para reformar la economía nacional, ni para evitar el desempleo juvenil, ni para mejorar las estructuras del Estado francés. Frente a tan elemental enfoque de la cuestión, Beigbeder subraya en su artículo la grandeza de La princesa de Clèves. Se trata, dice, de una bella historia sobre el amor imposible, sobre el deseo y la virtud, escrita con profunda psicología y con prosa de absoluta y eterna belleza. Luego cita el siguiente párrafo: «Os adoro, os odio; os ofendo, os pido perdón; os admiro, me avergüenzo de admiraros», y concluye: «¡Leer este libro lo vuelve a uno patriota! Sólo nuestro país, riguroso y apasionado, podía alumbrar semejante obra maestra. Escuchar esta lengua es escuchar la lengua de la inteligencia».
Y, bueno. Aparte de que don Nicolás Sarkozy quede como un soplagaitas y un bocazas, del artículo de Beigbeder retengo una frase contenida en el párrafo que acabo de citar: Leer este libro lo vuelve a uno patriota. Con pregunta inevitable a continuación: ¿cuáles serían los floridos comentarios del personal si alguien en España tuviera las santas agallas de afirmar, de palabra o por escrito, que tal o cual libro lo vuelve a uno patriota? ¿Imaginan a don Gaspar Llamazares, con su talento para cantar por las mañanas, apostillando la cosa? ¿O al ministro de Asuntos Exteriores de Cataluña, señor Carod-Rovira, diferenciando entre patriotas buenos y patriotas malos? ¿Al apolillado señor Acebes explicándonos qué libros y oraciones pías lo hacen a uno patriota y cuáles no? ¿A don José Blanco, simpático secretario de organización de los que ahora medran y legislan, ilustrándonos sobre lo que él y su peña entienden por patriota?
En contra de lo que pueden pensar algunos cuando lean esto -entre los lectores de XLSemanal también hay tontos del ciruelo, como en todas partes-, Frédéric Beigbeder no es de derechas, aunque eso sorprenda a quienes creen que la palabra patria sólo sirve para llevar bien el paso de la oca. Matizado eso, ¿son capaces de imaginar ustedes, en España, a un intelectual de cualquier signo, a un escritor, a un político, a un fulano para cuya actividad sea imprescindible poseer unos conocimientos básicos y un sentido razonable de las conexiones de la palabra cultura con la palabra patria, afirmando con la boca abierta y sin despeinarse que leer tal o cual libro lo vuelve a uno patriota? ¿Que escuchar la lengua española es escuchar la lengua de la inteligencia? ¿Que la lectura de El Quijote, o de La Regenta, o del Buscón, o de Pepita Jiménez, o de El sí de las niñas, o de Fortunata y Jacinta, o de La tierra de Alvargonzález, o de El ruedo ibérico, o de La familia de Pascual Duarte, o de Los santos inocentes, o de Vientos del pueblo, o de La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, aumenta el número de quienes, según el diccionario de la Real Academia, «tienen amor a su patria y procuran todo su bien»?
Pues eso. Que hay días, como hoy, en que le pediría prestados a Frédéric Beigbeder, si se dejara, el nombre, la página y la patria, princesa de Clèves incluida. Hasta a Sarkozy o a Ségolène Royal, fíjense, los cambiaría por cualquiera de aquí. A ciegas.
15 de abril de 2007
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