Vas por la autovía a tu aire, a ciento veinte o ciento treinta, con poco tráfico, y como todavía te quedan tres horas largas de viaje, y las autovías son un muermo, y a veces no hay siquiera un bar donde beber un café, canturreas coplas para no quedarte torrado. Acabas de terminar Capote de grano y oro y empiezas Cariño de legionario —ese Príncipe Gitano—, y cuando estés con aquello de: le di a una monta mora, monta mora, monta de mi alma, te encuentras en una cuesta arriba de tres carriles una furgoneta que va por el de la izquierda, tan campante. Es una Transit algo decrépita, y sube la cuesta asmática, cortándote la maniobra natural de adelantamiento por babor. Te pones detrás un poco, a ver si el fulano te ve y se aparta; pero el fulano, aunque te ve, no se aparta sino que acelera, o lo intenta, y del tubo de escape sale una humareda negra que salpica tu parabrisas. Así que das un destello con los faros, pero el otro ni se inmuta. Le gusta ese carril. Entonces caes a estribor, buscando el carril central; pero en ese momento el triple se convierte en doble, y la Transit vuelve a cortarte el paso, obligándote de pronto a adelantar por la única vía que queda libre, la derecha. Lo apurado de la maniobra no deja tiempo para verle la cara al conductor, pero mentalmente le deseas una úlcera de duodeno. Sigues tu ruta.
Vas cuesta abajo. Carril derecho de un doble carril. Estés con La Lola se va a los puertos cuando inicias el adelantamiento a una roulotte guiri. Como el guiri pega unos bandazos espantosos, lo adelantas con cuidado. En ese momento, unos destellos de faros te sorprenden en el retrovisor. Miras, y ahí tienes la furgoneta de antes a un palmo, pidiendo impaciente paso libre. Como tenga que frenar, te dices, vamos listos el guiri, yo, y ese cabrón de la Transit. Así que aceleras, vas a tu derecha, y la furgoneta pasa a toda leche, al límite de su velocidad y aprovechando la cuesta abajo. Ciento sesenta, calculas, preguntándote si el tío que va al volante puede controlar lo que lleva entre manos. La respuesta debe de ser sí, porque algo más adelante hay una pareja de la guardia civil con sus motos y sus cascos, y ven pasar al hijoputa y siguen hablando de sus cosas. Te encoges de hombros y empiezas Sombrero, imitando el tono chulillo de Pepe Pinto. Ay, mi sombrero.
Nueva subida, y ahí está, santo cielo, la Transit otra vez, renqueante en la cuesta arriba y, por supuesto, por el carril izquierdo. Te pones detrás, compruebas que ni se inmuta, así que de nuevo te ves obligado a adelantarla por donde no se debe. La maniobra obtiene un furioso rafagazo del luces del conductor, que a estas alturas considera lo vuestro algo personal. Tú, desde luego, empiezas a considerarlo; hasta el punto de que en lugar de la úlcera de duodeno, lo que le deseas ya es un fin de trayecto empotrado contra un trailer. Como mínimo.
El caso es que metes la quinta y te alejas por una cuesta abajo con curvas sinuosas, inicias el adelantamiento a un camión, y de pronto, honor de los honores, como en aquella película de Spielberg, te encuentras de nuevo a la Transit pegada al parachoques, dando unos vaivenes escalofriantes en las curvas. Miras por el retrovisor y por fin puedes ver la cara del conductor: flaquito, escuchimizado. Te da ráfagas con los faros, exigiendo que le cedas el paso o te arrojes a la cuneta para que él no pierda la carrerilla. Pruebas a tocar el pedal del freno sin apretar, sólo para que el otro se aparte un poco y sea prudente, pero ni por esas. Lo llevas como para un chotis. Y lo que te pide el cuerpo es hacerle una pirula en plan kamikaze, para intentar que se salga de la carretera y se casque los cuernos, él y todos los mastuerzos que toman una furgoneta por un coche de carreras, y también todos los guardias que los ven pasar y pasan. Eso es lo que de verdad te apetece, y estás a pique de intentarlo. Pero observas otra vez por el retrovisor el careto del cenutrio y piensas: míralo bien, colega. Fíjate en esa cara y comprenderás que no vale la pena picarse. No compensa romperse el alma por esa mierdecilla de tío. Por ese tiñalpa.
El caso es que aparece por fin un área de servicio con gasolinera y bar, y tú entras a la derecha y empiezas Chiclanera mientras ves a la Transit perderse de vista, a todo lo que da. Ojalá te la pegues, chaval, le deseas de todo corazón. O si no, con tanta prisa, ojalá llegues antes de tiempo y te la encuentres en la cama con el del butano.
8 de agosto de 1999
Vas cuesta abajo. Carril derecho de un doble carril. Estés con La Lola se va a los puertos cuando inicias el adelantamiento a una roulotte guiri. Como el guiri pega unos bandazos espantosos, lo adelantas con cuidado. En ese momento, unos destellos de faros te sorprenden en el retrovisor. Miras, y ahí tienes la furgoneta de antes a un palmo, pidiendo impaciente paso libre. Como tenga que frenar, te dices, vamos listos el guiri, yo, y ese cabrón de la Transit. Así que aceleras, vas a tu derecha, y la furgoneta pasa a toda leche, al límite de su velocidad y aprovechando la cuesta abajo. Ciento sesenta, calculas, preguntándote si el tío que va al volante puede controlar lo que lleva entre manos. La respuesta debe de ser sí, porque algo más adelante hay una pareja de la guardia civil con sus motos y sus cascos, y ven pasar al hijoputa y siguen hablando de sus cosas. Te encoges de hombros y empiezas Sombrero, imitando el tono chulillo de Pepe Pinto. Ay, mi sombrero.
Nueva subida, y ahí está, santo cielo, la Transit otra vez, renqueante en la cuesta arriba y, por supuesto, por el carril izquierdo. Te pones detrás, compruebas que ni se inmuta, así que de nuevo te ves obligado a adelantarla por donde no se debe. La maniobra obtiene un furioso rafagazo del luces del conductor, que a estas alturas considera lo vuestro algo personal. Tú, desde luego, empiezas a considerarlo; hasta el punto de que en lugar de la úlcera de duodeno, lo que le deseas ya es un fin de trayecto empotrado contra un trailer. Como mínimo.
El caso es que metes la quinta y te alejas por una cuesta abajo con curvas sinuosas, inicias el adelantamiento a un camión, y de pronto, honor de los honores, como en aquella película de Spielberg, te encuentras de nuevo a la Transit pegada al parachoques, dando unos vaivenes escalofriantes en las curvas. Miras por el retrovisor y por fin puedes ver la cara del conductor: flaquito, escuchimizado. Te da ráfagas con los faros, exigiendo que le cedas el paso o te arrojes a la cuneta para que él no pierda la carrerilla. Pruebas a tocar el pedal del freno sin apretar, sólo para que el otro se aparte un poco y sea prudente, pero ni por esas. Lo llevas como para un chotis. Y lo que te pide el cuerpo es hacerle una pirula en plan kamikaze, para intentar que se salga de la carretera y se casque los cuernos, él y todos los mastuerzos que toman una furgoneta por un coche de carreras, y también todos los guardias que los ven pasar y pasan. Eso es lo que de verdad te apetece, y estás a pique de intentarlo. Pero observas otra vez por el retrovisor el careto del cenutrio y piensas: míralo bien, colega. Fíjate en esa cara y comprenderás que no vale la pena picarse. No compensa romperse el alma por esa mierdecilla de tío. Por ese tiñalpa.
El caso es que aparece por fin un área de servicio con gasolinera y bar, y tú entras a la derecha y empiezas Chiclanera mientras ves a la Transit perderse de vista, a todo lo que da. Ojalá te la pegues, chaval, le deseas de todo corazón. O si no, con tanta prisa, ojalá llegues antes de tiempo y te la encuentres en la cama con el del butano.
8 de agosto de 1999
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