Lo siento por mi añorado ex vecino Marías, que se fuma hasta los filtros pero los fumadores en España tienen el futuro más negro que una loncha de jabugo en el plato de un guiri. Después de las últimas disposiciones oficiales restringiendo el consumo de tabaco en los transportes públicos, y con esto de que en verano hay menos asuntos para editoriales de periódicos y tertulias de radio, el coro habitual de asesores imprescindibles y analistas de plantilla empieza a apuntarse, cielo santo, a la campaña del tabaco políticamente correcto, o sea, hay que respetar los derechos del fumador pasivo, acotar más la cosa, extender la prohibición a nuevos ámbitos, desterrarle de los espacios públicos, etcétera. Y como aquí siempre resultamos más papistas que el papa y más radicales que nadie a la hora de apuntarnos a cualquier gilipollez, mucho me temo que, como de costumbre, aún sin creer de verdad en ello, dentro de nada todo cristo va a estar dando la barrila con la murga tabaquil, y los capullos de la Administración, o las administraciones, o lo que sean, que van improvisando programas de gobierno según lo que leen en los periódicos cada mañana con el desayuno, obrarán en consecuencia. O sea, que para que nadie diga que ellos van por detrás de nadie y no son de centroizquierda y de centroderecha y de centrocentro, se descolgarán de un momento a otro con nuevas disposiciones de salud pública y extenderán la prohibición de fumar a los restaurantes y a los bares y a los cafés. Que eso, a fin de cuentas, está más chupado de prohibir que los vertidos tóxicos, la extinción de los peces en las costas, los gases criminales que las industrias dejan escapar al amparo de la noche, la incontrolada contaminación de los automóviles en las ciudades, o los problemas de higiene pública que la edificación salvaje en zonas turísticas nos va a echar encima de aquí a nada.
Vaya por delante que no fumo, o lo hago de uvas a peras con algún cigarrillo ocasional cuando se tercia. Y que estoy por completo de acuerdo con eso de que en trenes, autobuses, aviones y barcos al fumador se le haga la puñeta, obligándolo a aguantarse las ganas. Lo que pasa es que una cosa es una cosa, y otra caer, como aquí terminamos cayendo siempre, en el fanatismo estúpido y la ultranza y el no vayan a pensar que yo, etcétera. Una cosa es que, como ya ocurre en algunos países, uno vaya por la calle y vea a los dependientes de las tiendas asomados a la puerta para echar un cigarro, cosa que me parece chachi; y otra que aquí se empiece a decir, como acabo de oír por la radio, que hay que prohibir el tabaco hasta en los cafés, como hace buena parte de los norteamericanos. En primer lugar, porque los gringos, con esa moral anglosajona a medida y con esa peligrosa conciencia, ciudadana que los caracteriza, son más hipócritas que la madre que los parió, al arriba firmante le parecen marcianos, y, salvo honrosas y destacadas excepciones, no me los trago como ejemplo, ni en moral, ni en tabaco, ni en gustos, ni en series de televisión ni en muchas otras malditas cosas. Y en segundo lugar, porque comprendo que a uno, después de comer en un restaurante, le apetezca un cigarrillo, o un puro, o un canuto, si los gasta. O que acompañe con humo la copa de un bar. Y en cuanto a los cafés, qué les voy a decir. Precisamente se inventaron para eso: para tomar café y para fumar, leyendo o charlando con los amigos, o viendo pasar la vida. A ver qué cojones va a hacer uno en un café donde la gente no fuma. Eso sería como si en los bares prohibieran el alcohol, en los fumaderos de opio, el opio, o en las casas de putas, las putas.
Así que todos esos ultracelosos y verborreicos cantamañanas que se autoerigen en guardianes de mis pulmones pueden irse a tutelar a su padre. En lo que a mí respecta, seguiré sin fumar, y pidiendo cortésmente a mi vecino de mesa, si el humo me incomoda mucho, que aparte un poco el cigarrillo, por favor, gracias. Pero me reservo el derecho a entrar en el café que sea, en el Gijón sin ir más lejos, saludar en su mesa al maestro Vicent, o a Raúl del Pozo, o al pintor Pepe Díaz, o a Cervino, Coll y el Algarrobo, sentarme en mi rincón, pedir un cortado con leche fría, y luego aceptar, si se tercia, un pitillo de los que fuma Alfonso el cerillero, que además vive de eso, apostado apaciblemente en su tenderete de tabaco junto a la puerta. Y luego inclinar la cabeza para que me dé fuego, mirándome con sus ojos guasones de viejo anarquista, mientras me comunica que tampoco esta semana nos ha tocado la lotería.
15 de agosto de 1999
Vaya por delante que no fumo, o lo hago de uvas a peras con algún cigarrillo ocasional cuando se tercia. Y que estoy por completo de acuerdo con eso de que en trenes, autobuses, aviones y barcos al fumador se le haga la puñeta, obligándolo a aguantarse las ganas. Lo que pasa es que una cosa es una cosa, y otra caer, como aquí terminamos cayendo siempre, en el fanatismo estúpido y la ultranza y el no vayan a pensar que yo, etcétera. Una cosa es que, como ya ocurre en algunos países, uno vaya por la calle y vea a los dependientes de las tiendas asomados a la puerta para echar un cigarro, cosa que me parece chachi; y otra que aquí se empiece a decir, como acabo de oír por la radio, que hay que prohibir el tabaco hasta en los cafés, como hace buena parte de los norteamericanos. En primer lugar, porque los gringos, con esa moral anglosajona a medida y con esa peligrosa conciencia, ciudadana que los caracteriza, son más hipócritas que la madre que los parió, al arriba firmante le parecen marcianos, y, salvo honrosas y destacadas excepciones, no me los trago como ejemplo, ni en moral, ni en tabaco, ni en gustos, ni en series de televisión ni en muchas otras malditas cosas. Y en segundo lugar, porque comprendo que a uno, después de comer en un restaurante, le apetezca un cigarrillo, o un puro, o un canuto, si los gasta. O que acompañe con humo la copa de un bar. Y en cuanto a los cafés, qué les voy a decir. Precisamente se inventaron para eso: para tomar café y para fumar, leyendo o charlando con los amigos, o viendo pasar la vida. A ver qué cojones va a hacer uno en un café donde la gente no fuma. Eso sería como si en los bares prohibieran el alcohol, en los fumaderos de opio, el opio, o en las casas de putas, las putas.
Así que todos esos ultracelosos y verborreicos cantamañanas que se autoerigen en guardianes de mis pulmones pueden irse a tutelar a su padre. En lo que a mí respecta, seguiré sin fumar, y pidiendo cortésmente a mi vecino de mesa, si el humo me incomoda mucho, que aparte un poco el cigarrillo, por favor, gracias. Pero me reservo el derecho a entrar en el café que sea, en el Gijón sin ir más lejos, saludar en su mesa al maestro Vicent, o a Raúl del Pozo, o al pintor Pepe Díaz, o a Cervino, Coll y el Algarrobo, sentarme en mi rincón, pedir un cortado con leche fría, y luego aceptar, si se tercia, un pitillo de los que fuma Alfonso el cerillero, que además vive de eso, apostado apaciblemente en su tenderete de tabaco junto a la puerta. Y luego inclinar la cabeza para que me dé fuego, mirándome con sus ojos guasones de viejo anarquista, mientras me comunica que tampoco esta semana nos ha tocado la lotería.
15 de agosto de 1999
1 comentario:
Más bien sería como si en los bares prohibieran el alcohol, en los fumaderos de opio, el opio, en las casas de putas, las putas o en los cafés, el café.
En todos esos sitios se puede fumar... o no. Así que la comparación y motivo de queja parte de un error de base, o lo que es lo mismo, es absurda y falaz.
Publicar un comentario