Les hablaba la semana pasada de cómo una jábega de cantamañanas se pasa por el forro, cuando le conviene, el criterio de la Real Academia Española, imponiendo la corrección política sobre la corrección lingüística. Cada vez que un presunto padre de cualquiera de nuestras muchas patrias o un portavoz de colectivo equis o zeta se ve rebatido en sus monipodios y enjuagues lingüísticos, pone el grito en el cielo diciendo que la Real Academia Española no va al ritmo de los tiempos, que es machista, homófoba y etcétera. Tales soplacirios creen que un diccionario es un mercadillo donde todos pueden trapichear a su aire, de cara al voto tal o la legislatura cual; y que tanto la RAE como la lengua que cuida y registra en su instrumento principal están sujetas a las decisiones de los parlamentos, las leyes o los gobiernos de turno. Pero no es así.
Hace meses, el Parlamento de Galicia exigió al Gobierno la eliminación en el DRAE de algunas variantes peyorativas, usuales en El Salvador y Costa Rica, de la voz gallego. Cuando la Academia respondió que el diccionario no quita o pone variantes, sino que registra el uso real de las palabras en el habla viva de todos los hispanoparlantes, algunos bobos insignes pusieron el grito en el cielo, cual si la RAE fuese responsable de lo que han determinado el tiempo, el uso y las circunstancias históricas, y todo pudiera cambiarse sin más trámite, borrándolo. Poner tal o cual marca, matizar un empleo peyorativo o desusado, omitirlo en un diccionario resumido o esencial, es posible. Eliminarlo del diccionario general, nunca. Sería como quitar las palabras de Cervantes o Quevedo porque, en el contexto de su época, hablaban mal de moros y judíos. También las palabras tienen su propia vida e historia.
Pero, por más que se explique, seguirá ocurriendo. Esta España ombliguera y absurda, envilecida por el más difícil todavía de la cochina política, olvida que una lengua sólo está sometida a sí misma, al conjunto de quienes la hablan y a las gramáticas, ortografías y diccionarios que, elaborados por lingüistas, lexicógrafos y autoridades, la fijan y registran de modo notarial. En contra de lo que algunos suponen, la RAE no crea ni moderniza, sino que estudia y administra la realidad de nuestra lengua con el magisterio de muchos siglos de autoridades y cultura. Y ojo: no es sólo una Academia, sino veintidós instituciones hermanas en España, América y Filipinas, las que cuidan de que esa lengua siga viva y compartida por la extensa comunidad hispana; donde los españoles, por cierto, sólo representamos la décima parte. Consideren el despropósito de quienes pretenden que la ocurrencia coyuntural de un concejal nacionalista de Sigüenza, de una parlamentaria feminista murciana, de un ministro semianalfabeto o de la federación de taxistas gays y lesbianas de Melilla, por muchos parlamentos o gobiernos que la respalden y eleven a rango de ley, sea recogida en el siguiente diccionario y adoptada en el acto por todos quienes hablan y escriben en español. Que España sea un continuo disparate no significa que quinientos millones de hispanohablantes también estén dispuestos a volverse gilipollas.
De todas formas, en eso del disparate mis ídolos son los asesores lingüísticos de la Junta de Andalucía; sin duda la comunidad autónoma que con más entusiasmo practica la farfolla parlanchina. Cualquier lectura de su boletín oficial depara momentos hilarantes, e incluso laxantes. Muy recomendable, si a uno le gusta pasar buenos ratos echando pan a los patos. La última perla corresponde al flamante Estatuto andaluz. Después de consultar con la RAE la oportunidad de utilizar lo de «diputados y diputadas, senadores y senadoras, presidente y presidenta, aceituneros y aceituneras altivos y altivas» y todo eso, y recibir un detallado informe de por qué, además de una imbecilidad, es incorrecto e innecesario –el uso del masculino genérico no responde a discriminación ninguna, sino a la ley lingüística de la economía expresiva–, la comisión constitucional del Congreso de los Diputados y la delegación de parlamentarios andaluces han decidido, naturalmente, prescindir del dictamen académico, por no ajustarse éste al tonillo demagógico que le buscan a la cosa. Y ahí tienen a la Junta de Andalucía, impasible el ademán, dispuesta a cambiar una vez más, por su cuenta y por la cara, la lengua común que veinte siglos de cultura e historia han dado a quinientos millones de personas. Ele. Por la gloria de su madre. Y de su padre.
17 de diciembre de 2006
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