domingo, 21 de mayo de 1995

De color (negro)


Estaba el arriba firmante sentado en Recoletos, cuando pasó un negro. Era un negro normal, con buena pinta, que iba con su bolsa del Corte Inglés en la mano. Cerca de mí jugaba un niño de seis o siete años, con una pistola y una enorme placa de sheriff. Y cuando pasó por delante el fulano, el zagal se fue detrás pegándole tiros. Pum. Pum. El negro se partió de risa y siguió camino, a lo suyo. Entonces, la madre del crio, que estaba cerca, le dijo al enano: «Álvaro, no molestes a ese señor de color».

No dijo a ese negro, ni tampoco a ese señor. El pequeño pistolero obedeció, no sin antes dedicarle al paseante un último tiro, el de gracia, y yo me quedé mirando al niño y a la madre mientras pensaba: ahí la tienes, compadre, una madre responsable, o sea, nada racista en absoluto. Irreprochable, educada. Moderna, con sus matices y todo. Seguro que además es de las que se indignan cuando matan a Lucrecia y compadece a los ilegales que sacan en la tele con su patera, como conejos asustados. Una buena mujer y una limpia conciencia.

Y es que vivimos en el tiempo del eterno marear la perdiz y no llamar a las cosas por su nombre. Del mismo modo que procuramos desterrar el dolor y lo feo de nuestras vidas, inventando un mundo artificial donde no vamos a morir nunca y donde todos seremos eternamente guapos y jóvenes, andamos por ahí soslayando cuanto no encaja en el esquema, o pintando las motos de verde. Supongo que todo radica en que ésta es una sociedad que mira continuamente su ombligo y el del vecino, y donde todo cristo anda pendiente del qué dirán, del vete tú a saber, y del no vayan a pensar que yo, etcétera.

Pero lo grave es que, con tanto abusar de ello, incluso los eufemismos y los circunloquios terminan gastándose, pierden sentido o se devalúan, y hay que buscar otros nuevos, Es así como nos pasamos la vida rizando el rizo de lo idiota. Un maestro, título hermoso y absolutamente digno, se convierte en un docente o un enseñante, término del que algunos cantamañanas del gremio estarán orgullosísimos, pero que al arriba firmante le parece una solemne soplapollez. Las chachas de toda la vida son empleadas de hogar -lo que no impide que sigan sirviendo la sopa o barriendo la salita de doña Trini-, y menos mal que no cuajó la propuesta de llamarlas colaboradoras domésticas. Sin olvidar aquel inefable productores con el que el régimen del Generalísimo quiso elevar el paripé a la categoría de arte, esterilizando las enjundiosas palabras trabajador y obrero. O el más reciente personas especiales para los minusválidos -llamarlos inválidos suena ya casi a insulto-, o ese niños diferentes con el que ahora nos ha dado por bautizar a los chiquillos subnormales, como si la deficiencia mental, que no es un término peyorativo sino una circunstancia desgraciada, fuese algo vergonzoso, o la única diferencia a señalar.

Ustedes me van a perdonar, pero el arriba firmante tiene la impresión de que ese miedo a las palabras en el fondo esconde muy mala conciencia. A mí, sin ir más lejos, todo el mundo me ha llamado blanco en África, a veces como insulto y a veces como mera definición de mi apariencia física, porque en África, como en todas partes, también hay de todo: gente normal sin complejos y perfectos hijos de puta. Resulta muy significativo que los que menos importancia dan al carácter socialmente negativo de tal o cual color de piel sean precisamente los niños. Ningún renacuajo se apartará de otro o dejará de jugar con él porque su raza sea distinta, sino al contrario; la curiosidad natural lo empuja siempre a acercarse, y tocarlo, y estar en contacto. Sólo a medida que nos hacemos mayores, y perdemos la inocencia, la sociedad correspondiente nos impone sus filias y sus fobias, que asumimos para congraciarnos con nuestra tribu. O -estadio más sofisticado- ejercemos su misma demagogia barata, cuando lo que está bien visto no es la xenofobia, sino todo lo contrario.

Lo malo no es admitir que hay otras razas, sino creerse superior a ellas. Por eso me queman la sangre todos los mingafrías que no se atreven a pronunciar la palabra negro por culpa de su mala conciencia, y la disfrazan con la jujana del color, como si así le suavizaran el tinte. En color negro, evidentemente, porque por muchas vueltas que le des, ninguna piel negra es color rosa. O llaman, que ésa es otra, con el estúpido paternalismo que no sé de dónde diablos sacan ciertas mulas de varas y comentaristas deportivos varios, morenito a un licenciado en Filosofía o Química Nuclear. O a un fulano de dos metros que juega al baloncesto y cuando sonríe parece el teclado de un piano.

21 de mayo de 1995

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