lunes, 4 de abril de 1994

Perfume de mujer fatal


Ahora le ha dado a todo el mundo por llamarlos grandes superficies, quizás porque suena más técnico, más profesional. A mí, llamar grandes superficies a lo que siempre fueron grandes almacenes me parece una chorrada notoria; pero en este país oímos tantas al día, que da lo mismo. Hace una semana escuché a un ministro hablar de la filosofía del partido. Si hubiera sido más imaginativo, habría podido por ejemplo, acuñar el término filosofía operativa, y en el acto todos los políticos y los empresarios dinámicos, los banqueros y los sindicalistas, se habrían lanzado sobre el término, y a estas alturas tendríamos filosofía operativa hasta en las declaraciones de los entrenadores de fútbol: Nos metieron cuatro a uno porque Juanita no asimiló la filosofía operativa. Y cosas así.

Respecto a los grandes almacenes, vaya por delante que nada tengo contra su existencia. Me gusta perderme por ellos, mirar cosas, observar a la gente y a las dependientas de las secciones de perfumería, que siempre huelen a mujer fatal. Antes, incluso me divertía mucho haciendo gestos sospechosos con las bolsas para que llegaran los de seguridad y metieran la pata al decirme oiga usted; lo que pasa es que ahora les suena mi careto y ya no pican. Con todo esto quiero decir que los grandes almacenes son divertidos y conoces gente. A mí me caen simpáticos, y compro en ellos los tejanos, las cintas de vídeo, los disquetes de ordenador y cosas así. Pero no me ciega la pasión.

En España, la competencia de algunos grandes almacenes estrangula a los pequeños comerciantes. Crecen y crecen y se multiplican como en las películas de terror y ciencia ficción, mientras los pequeños, incapaces de competir ni en precios ni en el aspecto visual de la oferta, palman uno tras otro o sobreviven a duras penas. No hay zonas delimitadas como las antiguas reservas comanches, ni cascos históricos ni barrios tradicionales a respetar. El asunto escuece, sobre todo, en los centros tradicionales de las ciudades, donde el pequeño comercio local, amén de dar de comer a las familias que a él se dedican desde hace años, proporciona vida a las calles. Y cuando el pequeño comercio desaparece, ya saben lo que nos queda. Desoladas manzanas de oficinas y bancos con muchos vigilantes jurados en la puerta. Un paisaje frío, hostil, muy de nuestro tiempo.

Mienten como bellacos quienes sostienen que eso es inevitable. Uno se da una vuelta por Lisboa, por algunos barrios de París, por cualquier ciudad italiana con cierto sentido del orgullo local, la estética y la vergüenza torera, y comprende que no en todas partes cuecen las mismas habas. En muchos sitios la implantación de grandes locales comerciales se concede de modo racional, con cuentagotas, en las afueras, o no se tolera en absoluto, precisamente para evitar que las calles y barrios tradicionales pierdan su ambiente, su sabor y su vida. Nadie verá un cartel de hamburgueserías norteamericanas en el casco antiguo de Venecia, aunque las haya, ni unos grandes almacenes en la plaza de Vosgos de París. Mientras que en España, cualquier japonés, cualquier francés o cualquier fulano le sugiere a un alcalde montar un híbrido de Disneylandia y Galerías Lafayette en la plaza Mayor de Madrid o en el barrio de Santa Cruz de Sevilla, y las corporaciones municipales y los ministros y consejeros de industria se abren de piernas en el acto porque eso suena a inversión, sin que nadie se moleste en hacer estudios de las repercusiones a largo plazo, turismo, economía local o puro buen gusto que la cosa va a traer consigo.

Nos quejamos de que los viejos barrios, las hermosas calles de nuestras antiguas ciudades, se mueren cada día. Pero somos nosotros quienes tenemos la culpa. En vez de seguir también fieles a los ultramarinos de la esquina, comprar algunos libros en la librería de toda la vida, o seguir encargándole chuletas al carnicero Manolo, damos nuestra particular exclusiva al supermercado, a los grandes almacenes, a la tienda de moda de tal o cual cadena internacional, porque es más cómodo, más divertido.

Porque tiene más filosofía operativa. Y los ultramarinos, y la librería, y el carnicero acaban cerrando para que, a cambio, las acciones de Supertodo coticen en bolsa. O, lo que es peor, para que Jean-Louis Lechón, director general de Alosanfán S.A., se compre un yate en Niza, Tadamichi Juribayasi cambie de residencia en Osaka, o Douglas Morris sea elegido hombre del año por la revista Time. Y a mí, que quieren que les diga, eso me pone de muy mala leche.

3 de abril de 1994

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