Acojonadito lo tienen, a Jordi Pujol. Menudo compromiso, Él sólo quería un status, el reconocimiento de una identidad nacional, la pasta necesaria para financiar el tinglado autonómico y consolidar la lengua, la cultura, el derecho civil, la identidad histórica y los demás factores en que reside el hecho nacional catalán. En cuanto a lo otro, el discurso demagógico de la independencia y la autodeterminación, a estas alturas de la feria ni le había pasado siquiera por la cabeza, y prefería dejárselo a los cantamañas que se pasan el día llorando para justificar su escasa talla intelectual y su mediocre oportunismo político. Pero él, viejo zorro mediterráneo, sólo pretendía lo inteligente y lo posible: participación en las decisiones generales y recibir la adecuada subvención para engrasar el tinglado nacional catalán, pero bien abrigado todo en la maquinaria de un Estado que corriera con los gastos de las infraestructuras más caras. Nos ha fotut. Ese era el objetivo, y él no pretendía ir más allá. Y ahora, para su propia sorpresa y desconcierto, resulta que a cambio de su aprobación a los presupuestos o a lo que venga, estos gilipollas están dispuestos a darle aún más de lo que había pedido. Pasta, cariñitos, profesiones de fe catalanista, cabezas del Bautista, el virgo de sus niñas, y lo que haga falta. Y si se descuida, hasta la independencia.
No me digan ustedes que no tiene su maldita gracia que el único político que ha hablado en favor de la unidad de España desde las últimas elecciones haya sido, precisamente, Jordi Pujol hace dos semanas durante una visita a la Padania, el feudo imaginado por esa especie de Cicciolino que les ha salido a los italianos en el norte. En las declaraciones, que sorprendentemente fueron recogidas con escaso relieve por la prensa española, el presidente de la Generalidad afirmó que «los catalanes defendemos con firmeza nuestra identidad nacional, pero lo hacemos dentro de la unidad de España». Y añadió que «estamos convencidos de que la independencia no es una buena solución». O sea. Y ahora díganme qué miembro del partido en el Gobierno se atreve en este momento a decir eso mismo, que es una obviedad, sin que empezaran a lloverle collejas desde las más altas instancias del asunto. No se vayan a molestar, oye. Así que cierra el pico y no jodas. Y otorga. Sobre todo otorga. Que dentro de equis años todos calvos, y el que venga detrás, que arree.
Tengo un amigo que es senador de CiU, y estudiamos juntos, y alguna vez hemos comido en Madrid —pagando yo, dicho sea de paso—, y nos hemos atragantado de tanto reímos comentando algunos aspectos de la cosa. Es como en ese chiste del fulano que va a la ventanilla de un banco, pone un plátano sobre el mostrador, y el cajero le dice que no dispare y le entrega toda la viruta en billetes de diez mil, y el tipo, que solo pretendía merendar mientras cobraba un cheque, dice bueno, pues vale, pues me alegro, se encoge de hombros, trinca la pasta y se larga con ella. Pues eso. A cambio de una firma, de un consenso, de un acuerdo y hasta de una sonrisa, aquí a mis primos de la gomina y la misa diaria se les ha olvidado demasiado pronto el Prietas las filas, y están dispuestos a lo que sea. No ya que los deseos sean órdenes, sino que, chicos serviciales, procuran anticiparse a los deseos, por si acaso. Ora unas toallas, ora una palangana. Y así, entre anticipo y anticipo, resulta que es el propio Jordi Pujol quien tiene que salir, hay que fastidiarse, a defender la unidad de España. Porque estos tíos, empieza a decirse aterrado, a cambio de un voto son capaces de desmantelar el Estado. Y van a joderme el negocio.
A veces siento de verdad dos cosas: no ser catalán y que Jordi Pujol sea tan puñeteramente de derechas. Si yo fuera catalán y Pujol no fuera lo que es, le juro a ustedes sobre lo que quieran, la Biblia, Scott Fitzgerald, Tintín, que desearía verme gobernado por ese fulano, que es, a lo que veo, el único hombre de Estado con talla suficiente para lidiar en este país donde tanto pichafría y tanto quiero y no puedo ejerce de padre de la patria. Y aún diría más. Puesto a no tener la suerte de ser catalán, a lo mejor hasta me acercaba a las urnas si Jordi Pujol fuese candidato a la presidencia del Gobierno. Pujol, president. ¿Imaginan? Se iba a enterar Europa de lo que vale un peine.
20 de octubre de 1996
No me digan ustedes que no tiene su maldita gracia que el único político que ha hablado en favor de la unidad de España desde las últimas elecciones haya sido, precisamente, Jordi Pujol hace dos semanas durante una visita a la Padania, el feudo imaginado por esa especie de Cicciolino que les ha salido a los italianos en el norte. En las declaraciones, que sorprendentemente fueron recogidas con escaso relieve por la prensa española, el presidente de la Generalidad afirmó que «los catalanes defendemos con firmeza nuestra identidad nacional, pero lo hacemos dentro de la unidad de España». Y añadió que «estamos convencidos de que la independencia no es una buena solución». O sea. Y ahora díganme qué miembro del partido en el Gobierno se atreve en este momento a decir eso mismo, que es una obviedad, sin que empezaran a lloverle collejas desde las más altas instancias del asunto. No se vayan a molestar, oye. Así que cierra el pico y no jodas. Y otorga. Sobre todo otorga. Que dentro de equis años todos calvos, y el que venga detrás, que arree.
Tengo un amigo que es senador de CiU, y estudiamos juntos, y alguna vez hemos comido en Madrid —pagando yo, dicho sea de paso—, y nos hemos atragantado de tanto reímos comentando algunos aspectos de la cosa. Es como en ese chiste del fulano que va a la ventanilla de un banco, pone un plátano sobre el mostrador, y el cajero le dice que no dispare y le entrega toda la viruta en billetes de diez mil, y el tipo, que solo pretendía merendar mientras cobraba un cheque, dice bueno, pues vale, pues me alegro, se encoge de hombros, trinca la pasta y se larga con ella. Pues eso. A cambio de una firma, de un consenso, de un acuerdo y hasta de una sonrisa, aquí a mis primos de la gomina y la misa diaria se les ha olvidado demasiado pronto el Prietas las filas, y están dispuestos a lo que sea. No ya que los deseos sean órdenes, sino que, chicos serviciales, procuran anticiparse a los deseos, por si acaso. Ora unas toallas, ora una palangana. Y así, entre anticipo y anticipo, resulta que es el propio Jordi Pujol quien tiene que salir, hay que fastidiarse, a defender la unidad de España. Porque estos tíos, empieza a decirse aterrado, a cambio de un voto son capaces de desmantelar el Estado. Y van a joderme el negocio.
A veces siento de verdad dos cosas: no ser catalán y que Jordi Pujol sea tan puñeteramente de derechas. Si yo fuera catalán y Pujol no fuera lo que es, le juro a ustedes sobre lo que quieran, la Biblia, Scott Fitzgerald, Tintín, que desearía verme gobernado por ese fulano, que es, a lo que veo, el único hombre de Estado con talla suficiente para lidiar en este país donde tanto pichafría y tanto quiero y no puedo ejerce de padre de la patria. Y aún diría más. Puesto a no tener la suerte de ser catalán, a lo mejor hasta me acercaba a las urnas si Jordi Pujol fuese candidato a la presidencia del Gobierno. Pujol, president. ¿Imaginan? Se iba a enterar Europa de lo que vale un peine.
20 de octubre de 1996
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