Hace años, con motivo del intento de reflotar el Titanic y el espectáculo turístico-comercial que se organizó en torno al asunto, escribí aquí un artículo que se titulaba: No era un barco honrado. Recordaba en él la opinión de Joseph Conrad, que antes de ser escritor fue marino, cuando comparaba ese desastre con el hundimiento del vapor Douro. El Titanic se hundió despacio con 1.503 desgraciados, entre el desconcierto y la incompetencia de capitán y tripulantes, mientras que en el Douro, que se hundió en un momento, la dotación completa de capitán a cocinero, excepto el oficial al mando de los botes salvavidas y dos marineros para gobernar cada uno, se fue al fondo con el barco, sin rechistar, tras poner a salvo a todo el pasaje excepto a una mujer que se negó a abandonar la nave. Pero es que el Douro, concluía Conrad, era un barco de verdad, y no un hotel marítimo de superlujo, enviado, sin apenas marinos a bordo y con cuatrocientos pobres diablos como camareros, a vérselas con peligros que, por mucho que digan los ingenieros –Conrad escribió eso en 1912–, nunca dejan de acechar entre las olas.
Todo esto me vino a la memoria con el asunto del Grand Voyager, el barco turístico que estuvo hace unas semanas a la deriva en el Mediterráneo con 474 pasajeros a bordo, sin máquinas, entre vientos muy duros y olas de quince metros. Cuando pisaron tierra, después de cuarenta horas zarandeados de mamparo a mamparo y echando las asaduras por la boca, los pasajeros pusieron el grito en el cielo. Con toda la razón, claro; aunque, antes de embarcar para un crucero, uno debería saber que, además de visitar islas griegas y cosas así, quien navega se expone a mojarse. Eso ocurre también en el Mediterráneo –«esa golfa disfrazada de niña bonita», decía Paco el Piloto, que en paz descanse–: una falsa piscina turística donde los temporales de invierno pueden ser aterradores. Cualquiera de los que estaban –estábamos– en el puente del petrolero Puertollano el día de Navidad de 1970, en lastre, con temporal de fuerza 11 frente al cabo Bon y mirando el rostro impasible del capitán don Daniel Reina como quien mira a Dios, puede dar fe de ello.
Lo del Grand Voyager demuestra qué pocas cosas han cambiado en los noventa y tres años transcurridos desde el agrio comentario conradiano sobre hoteles a flote. La tecnología proporciona ahora mayor seguridad –siempre que no se estropee, claro–, pero el concepto del crucero moderno no encaja en la realidad de ese medio hostil que es el mar. Naturalmente, el azar manda: puede no pasar nunca nada malo. Pero cuando pasa, pasa. Y entonces, esas moles desaforadas demuestran que no tienen nada que ver con la honradez de un buen barco, ni con el carácter marino exigible a quienes las tripulan y gobiernan.
Una de las pocas medidas marineras que se aprecian al analizar el incidente del Grand Voyager es el acierto de situar al pasaje en los pasillos, protegiéndolo de los bandazos del buque. El resto parece un disparate, como la salida de Túnez con mal tiempo y el empeño en navegar con mar de proa y fuertes pantocazos, hasta que una ola alcanzó el puente, rompió un portillo, mojó el instrumental y dejó al barco, con su enorme obra muerta, atravesado a la mar, desvalido y sin gobierno. Mas lo peor, a mi juicio, no es que un barco de crucero sea tan vulnerable con tiempo duro, que su control se pierda por un cortocircuito en el puente, y que los muebles y los objetos de a bordo no están anclados para evitar, como ocurrió, que vayan de un lado a otro, máquinas tragaperras incluidas, amenazando la integridad física del pasaje. Lo peor es que pueden comprenderse muy bien los motivos del capitán del Grand Voyager. Estoy convencido de que salió de Túnez pese al mal tiempo porque, tal y como están hoy las cosas, un capitán de barco no es más que un empleado de empresa sin capacidad de decisión ninguna; un gerente de hotel, un conductor de autobús que debe estar hoy en Túnez, mañana en Barcelona y pasado en Génova si no quiere que su empleo se lo den a otro. Y de las dotaciones, mejor no hablar. Ignoro la proporción, pero mucho me sorprendería que entre esos 313 miembros de la tripulación, camareros, cocineros, limpiadores, azafatas, animadores, músicos y demás, hubiese veinte marinos cualificados y profesionales. Resumiendo: el Grand Voyager tuvo más suerte que el Titanic. Enhorabuena. Pero tampoco era un barco honrado.
20 de marzo de 2005
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