Son días felices estos. Lo son cuando llegan esas mañanas soleadas en que no compro periódicos, ni pongo la radio para oír cómo pontifican los tertulianos profesionales, sino que abro un libro como quien abre la puerta de un viaje o una aventura. Días en cuyos anocheceres no apetece zapear entre Lo que necesitas es saber dónde y el telediario, sino que vas directamente al vídeo y te calzas la Máscara de Dimitrios de Negulesco o No eran imprescindibles del abuelo Ford, y luego te duermes con sueños en los ojos y una sonrisa en la boca. Son días felices porque hay una novela que acaba de terminarse, por fin, tras ese calvario de los últimos meses releyendo y corrigiendo, a la caza agotadora del adverbio superfluo, de la errata, del gazapo, y ahora el asunto es exclusiva responsabilidad del editor. Y también- son días felices porque hay otra novela, densa, larga, que rondaba como una mujer hermosa y ahora, por fin, uno se ha animado a decirle hola, buenas, y se zambulle en ella con esa expectación maravillosa del tiempo en que aún todo es posible.
También son días en que los amigos me mandan sus libros recién publicados, y yo deshago los envoltorios como cuando de niño deshacía los regalos de los reyes magos, y luego me siento en el jardín; a leerlos despacio, con la doble ternura del lector y del cómplice. Otros caen en las pausas que deja el poniente suave antes de rolar a lebeche borde y tenerme ocupado rizando velas y blasfemando, a remojo. Las últimas páginas de Señorita, de Juan Eslava Galán, por ejemplo, están arrugadas de humedad y saben a sal de rociones de treinta nudos, como si fueran lágrimas, lo que no es mal homenaje para esa novela estupenda, hecha a la manera en que siempre sé hicieron, a base de folletín, aventura, aviación, tragedia, humor y espionaje, que una vez Juan me anunció en una tasca de Sevilla y que, dos años después, ha escrito tal y como me la contó. También Alfonso Rojo, viejo compañero de guerras ajenas y de hoteles con agujeros, acaba de mandarme su Instinto animal -de ese tipo de instintos sabe Alfonso un rato largo-, con el que ha compuesto un best seller duro y puro, español, eficaz, trepidante y sin complejos, demostrando una vez más que no hay que llamarse Follet o Grisham e irse a Illinois para escribir una novela de acción chachi piruli, con mucha pajarraca y mucho fiambre.
También Julio Ollero, que además de amigo mío es quien edita los más impecables libros de este país, me ha mandado una hermosa novela de Francisco Coloane, ese abuelete chileno de ochenta y tantos años cuyas líneas tienen el rumor de mar de las mejores páginas de London, Conrad o Melville. El camino de la ballena es un libro de los que ya apenas se escriben, entre otras cosas porque hace falta toda una vida de memoria y de libros hermosos para poder hacerlo, y sentir el mar, y las soledades antárticas, y el enigma fascinante y terrible de la caza de la ballena para seguir como es debido a Pedro Nauto, el joven protagonista, en su inolvidable singladura de páginas, temporales, cacerías y existencia.
Dicho lo cual, punto y aparte. Porque el punto y aparte se llama Manuel Rivas. Y Manuel Rivas, que vive por decisión propia cerca de la Costa de la Muerte, entre nieblas y temporales, y de puro periférico se sitúa, el muy cabrón, en el centro del mundo, ha escrito en gallego -se las traduce Dolores Vilavedra- una novela corta, bellísima, llena de humanidad y de ternura, que se llama El lápiz del carpintero y que me tuvo todo un atardecer emocionado, atornillado a una hamaca pasando página tras página. El lápiz del carpintero es exactamente eso, la historia de un lápiz que pasa de mano en mano al inicio de la guerra civil, y de los acordeones que tras un naufragio suenan movidos por el mar en una playa del Finisterre, y de hombres que matan y hombres que mueren, y de víctimas y de verdugos, y de lo más ruin y miserable que anida en el corazón del hombre, y de lo otro, lo hermoso y lo noble que a veces lo salva. Una historia de amor que fue real, y que Rivas ha convertido en mágica ficción, metáfora de lo ruin de nuestra Historia eterna, la maldición de quienes vivimos en ésta tierra de rencores llamada España, pero también símbolo de solidaridad, y decencia, y esperanza. Una de esas historias conmovedoras que son importantes y necesarias, porque al terminar de leerlas, al cerrar despacio el libro y quedarnos absortos, flotando todavía en las páginas que nos resistimos a abandonar, nos hacen mejores. Nos hacen más dignos y más humanos.
1 de noviembre de 1998
También son días en que los amigos me mandan sus libros recién publicados, y yo deshago los envoltorios como cuando de niño deshacía los regalos de los reyes magos, y luego me siento en el jardín; a leerlos despacio, con la doble ternura del lector y del cómplice. Otros caen en las pausas que deja el poniente suave antes de rolar a lebeche borde y tenerme ocupado rizando velas y blasfemando, a remojo. Las últimas páginas de Señorita, de Juan Eslava Galán, por ejemplo, están arrugadas de humedad y saben a sal de rociones de treinta nudos, como si fueran lágrimas, lo que no es mal homenaje para esa novela estupenda, hecha a la manera en que siempre sé hicieron, a base de folletín, aventura, aviación, tragedia, humor y espionaje, que una vez Juan me anunció en una tasca de Sevilla y que, dos años después, ha escrito tal y como me la contó. También Alfonso Rojo, viejo compañero de guerras ajenas y de hoteles con agujeros, acaba de mandarme su Instinto animal -de ese tipo de instintos sabe Alfonso un rato largo-, con el que ha compuesto un best seller duro y puro, español, eficaz, trepidante y sin complejos, demostrando una vez más que no hay que llamarse Follet o Grisham e irse a Illinois para escribir una novela de acción chachi piruli, con mucha pajarraca y mucho fiambre.
También Julio Ollero, que además de amigo mío es quien edita los más impecables libros de este país, me ha mandado una hermosa novela de Francisco Coloane, ese abuelete chileno de ochenta y tantos años cuyas líneas tienen el rumor de mar de las mejores páginas de London, Conrad o Melville. El camino de la ballena es un libro de los que ya apenas se escriben, entre otras cosas porque hace falta toda una vida de memoria y de libros hermosos para poder hacerlo, y sentir el mar, y las soledades antárticas, y el enigma fascinante y terrible de la caza de la ballena para seguir como es debido a Pedro Nauto, el joven protagonista, en su inolvidable singladura de páginas, temporales, cacerías y existencia.
Dicho lo cual, punto y aparte. Porque el punto y aparte se llama Manuel Rivas. Y Manuel Rivas, que vive por decisión propia cerca de la Costa de la Muerte, entre nieblas y temporales, y de puro periférico se sitúa, el muy cabrón, en el centro del mundo, ha escrito en gallego -se las traduce Dolores Vilavedra- una novela corta, bellísima, llena de humanidad y de ternura, que se llama El lápiz del carpintero y que me tuvo todo un atardecer emocionado, atornillado a una hamaca pasando página tras página. El lápiz del carpintero es exactamente eso, la historia de un lápiz que pasa de mano en mano al inicio de la guerra civil, y de los acordeones que tras un naufragio suenan movidos por el mar en una playa del Finisterre, y de hombres que matan y hombres que mueren, y de víctimas y de verdugos, y de lo más ruin y miserable que anida en el corazón del hombre, y de lo otro, lo hermoso y lo noble que a veces lo salva. Una historia de amor que fue real, y que Rivas ha convertido en mágica ficción, metáfora de lo ruin de nuestra Historia eterna, la maldición de quienes vivimos en ésta tierra de rencores llamada España, pero también símbolo de solidaridad, y decencia, y esperanza. Una de esas historias conmovedoras que son importantes y necesarias, porque al terminar de leerlas, al cerrar despacio el libro y quedarnos absortos, flotando todavía en las páginas que nos resistimos a abandonar, nos hacen mejores. Nos hacen más dignos y más humanos.
1 de noviembre de 1998
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