domingo, 14 de agosto de 2022

Ahora somos un país de genios

He dicho y escrito varias veces, en los treinta años que llevo firmando esta página, que si en España hubiese un juicio de Nuremberg sobre crímenes contra la Educación, o sea, un ajuste de cuentas con los responsables del disparate en que se han convertido nuestros colegios y universidades, faltarían sogas para ahorcar a tantos presidentes de gobierno, ministros y consejeros autonómicos del ramo que serían declarados culpables. Aunque echaran al asunto horas extras, los verdugos no iban a dar abasto. Y no me importaría aguantarles el cubata. 
 
Escribo hoy con extrema indignación, así que no intento ser ecuánime. Estoy encolerizado; y como la reparación es imposible –demasiado tarde para arreglar nada–, me gustaría al menos conseguir venganza: ver a esos golfos y analfabetos de distintas ideologías sentados ante un tribunal, con pinganillos en las orejas para traducción simultánea en todas las lenguas de España, incluidas el bable, la fabla y el panocho. Quisiera oír a un fiscal enumerar sus desmanes y describir el triste paisaje que dejan detrás, el futuro que aún pretenden volver más chato y mediocre, la sucia contumacia con que se empeñan, no en elevar el nivel de los alumnos hasta la excelencia, sino en rebajar el nivel de la excelencia hasta la mediocridad. En ponerlo a la misma altura que tienen sus pobres, venales, corruptas inteligencias. 
 
Resulta que ahora, según ellos –ese ellos incluye a muchas ellas– y gracias a su esfuerzo acumulativo de décadas psicopedagógicas, nos hemos convertido en un país de maravillosos genios. Los alumnos que dejan el bachillerato lo hacen ya con una nota media de 8 en toda España. Nadie suspende, el notable es fácil de alcanzar y el sobresaliente se ha hecho tan común que apenas llama la atención. Uno de cada cuatro chicos deja el cole con esa media. Sólo tres de cada cien acaban con una nota de 5 o 6 puntos: la mayor parte de los que se presentan a EBAU, antes Selectividad, llega con una media de notable o sobresaliente. En Andalucía, por ejemplo, noventa y nueve de cada cien alumnos; lo que convierte a los jóvenes andaluces –y también a los murcianos, asturianos, canarios y aragoneses– en los más brillantes de Europa, o casi. 
 
Para prolongar tan fascinante milagro en Bachillerato, la Selectividad ya no selecciona una puñetera mierda. Mientras que hace tres décadas aprobaban siete de cada diez alumnos, hoy ninguna autonomía española baja de nueve (País Vasco 98%, Castilla y León 97%, Aragón 96%…). Cosa lógica si consideramos que la idea repetida de nuestra chusma gobernante era y sigue siendo que nadie se quede atrás. Que todos los chicos, dicen, tengan las mismas oportunidades. ¿Quién puede oponerse a eso? Pero en vez de estimular al alumno que lo merece para que se mida con los mejores, dándole todas las oportunidades, lo que incentivan esos imbéciles es la indiferencia y el mínimo esfuerzo, penalizando a los que de verdad estudian y luchan por conseguir la excelencia; reventando a los mejores y premiando a los vagos y los mediocres. Y como, además, los criterios cambian según cada autonomía y no existe un patrón común, sino diecisiete que se hacen la competencia, cada vez es más complicado seleccionar a los buenos alumnos para los estudios más duros y competitivos, y muchos jóvenes brillantes se quedan fuera, asfixiados por el desmadre común. Con lo que el mérito del esfuerzo unido a la inteligencia, único ascensor social que permite a los chicos alcanzar con justicia lugares de excelencia, desaparece en favor de quienes poseen medios económicos para estudiar en el extranjero o en universidades privadas, o pagar másteres carísimos que los llevarán a los mejores puestos de trabajo en España y, si tienen suerte, fuera de ella. Élites, en fin, a las que otros jóvenes desilusionados, frustrados, en posesión de títulos y diplomas que no valen ni la tinta de quien los firma, quedan condenados a no acceder jamás. 
 
¿Cómo no encolerizarse ante un panorama que no tiene arreglo ni vuelta atrás? ¿Cómo no maldecir la ineptitud y cinismo de los gobernantes, la sumisión cobarde de centros escolares y universidades, la complicidad idiota de tantos padres, la hiperprotección que dejará a los chicos indefensos cuando la vida real llame a la puerta? ¿Cómo no desear que pague sus desmanes, aunque sólo sea con bofetadas dadas con la mano abierta, esa gentuza incompetente que, no satisfecha con vaciar de contenidos la educación escolar y universitaria, juega al aprendiz de brujo financiando su golfería y disparates con el dinero de nuestros impuestos? ¿Cómo tener hijos y no ciscarse cada día en la puta que parió a quienes los condenan a la mediocridad y el desengaño? 
 
14 de agosto de 2022

domingo, 7 de agosto de 2022

Una historia de Europa (XXXIV)

Desde el principio del cristianismo oficial, cuando aún se extendía éste por el imperio romano, hubo un detalle que acabó teniendo importantes consecuencias: peña que aspiraba a la salvación manteniéndose lejos de las tentaciones se retiraba a lugares aislados para vivir en soledad, meditación y oración. A esos margis se les llamó con el término griego monakos monos, o sea, monjes de toda la vida. Con el tiempo, muchos solitarios se fueron juntando en grupos y surgió la idea del monasterium (eso ya es latín), o lugar de convivencia donde un jefe electo, el abad, regía la comunidad. La primera idea de organizarse así la tuvo un fulano llamado Pacomio en el siglo IV, pero quien patentó en serio el asunto fue el abad Benito de Nursia, san Benito para los amigos, que fundó en Montecassino (Italia, año 543) el primer monasterio chachi de verdad. Nacía así un clero monástico sometido a los votos de pobreza, castidad y obediencia, dispuesto a realizar para sí y para el prójimo su ideal de existencia cristiana. Ora et labora, o sea. Reza y trabaja. Y fue un papa genial, Gregorio I el Grande, quien entre los siglos VI y VII supo ver el enorme potencial de una red de órdenes monásticas y monasterios puestos bajo su protección y sometidos a su autoridad: una franquicia de clérigos repartidos por una Europa donde se afirmaban nuevas monarquías a las que la Iglesia toreaba por los dos pitones en asuntos de influencia y poder. Todavía reciente el desparrame de las invasiones bárbaras, aquellos eran malos tiempos para todos; pero los papas estaban bien situados, pues los nuevos amos del cotarro habían respetado la mayor parte de sus posesiones. Ellos eran los únicos que tenían organización y recursos. Además, su clientela crecía con la evangelización de Irlanda, Inglaterra y las tierras más allá del Rhin. Y así, los tiempos oscuros del gran colapso acabaron alumbrando una Iglesia convertida en reina del mambo: principal fuerza política, social y económica de aquella nueva Europa, y también fuerza cultural, pues los restos de la tradición grecorromana que sobrevivieron al colapso imperial encontraron asilo y continuidad en la Iglesia y sus monasterios (lean el libro o vean la película El nombre de la rosa y se harán idea del ambiente). El caso es que aquellos papas, obispos y monjes se vieron en posesión, casi de chiripa y sin haberlo buscado, del monopolio de las ciencias. Como escribiría mil cuatrocientos años después el historiador Pirenne, sus escuelas, salvo raras excepciones, fueron las únicas escuelas; y sus libros, los únicos libros. De ese modo, los monasterios medievales salvaron lo que pudieron de la quema; y lo paradójico es que muchos de aquellos monjes ni siquiera eran cultos, o no demasiado. Tras la ducha fría del desastre, no todos en la Iglesia tenían la potencia intelectual de Isidoro de Sevilla (comienzos del siglo VII, más conocido por san Isidoro), cuyas Etimologías leemos hoy con placer y asombro. Su coetáneo el papa Gregorio I, por ejemplo, considerado uno de los mejor preparados de su época, escribía un latín cutre en sintaxis, gramática y vocabulario. Y se dio el caso de escribas de monasterio, amanuenses que copiaban textos antiguos (a la imprenta le quedaba un rato para ser inventada), que eran analfabetos de buena mano y se limitaban a reproducir con mucho arte y bonita caligrafía textos que eran incapaces de leer. Aun así, a pesar de que no siempre el alto y el bajo clero llevaban una vida ejemplar, fueron los monjes medievales quienes perpetuaron la tradición romana e impidieron, con su callado y admirable trabajo, que la Europa occidental (la oriental estaba de momento a salvo con el imperio bizantino) recayese en la barbarie. Y claro, fue a la Iglesia a quien las nuevas monarquías europeas, aún con el pelo bárbaro de la dehesa, recurrieron en busca de escribas, educadores, consejeros, cancilleres y otros altos cargos donde la cultura resultaba imprescindible. Uno de esos monarcas, decisivo para su tiempo, sería un rey de los francos llamado Carlos, más conocido por Carlomagno. De él hablaremos en su momento, pero antes registremos la aparición de alguien que, aunque no nació en Europa, iba a sacudirla como nadie desde las invasiones bárbaras: un camellero que en el siglo VII vivía en una ciudad de Arabia llamada La Meca, casado con una señora rica que le permitía tumbarse a la bartola y retirarse al desierto a meditar sus cosas. Y allí, por lo visto, se le apareció en sueños el arcángel Gabriel y le dijo que Dios le encargaba predicar una nueva religión. El caso es que, hacia el año 622, aquel elemento se puso en serio a la faena. Y ya ven ustedes. En el siglo XXI, o sea ahora mismo, aún sigue la cosa. El nombre lo habrán adivinado, claro. Se llamaba Muhammad y lo conocemos por Mahoma. 
 
[Continuará]. 
 
7 de agosto de 2022